Malditas encuestas
Las encuestas se han posicionado en estos comicios como un factor político de primer orden.
Más allá de su importancia relativa (“fotografías” sucesivas acerca de las preferencias electorales), las encuestas se han posicionado en estos comicios como un factor político de primer orden. No tanto por lo que dicen (datos de intención de voto), sino por quién y cómo lo dice. Y en ello interviene no solo la normativa vigente, sino en especial la magullada institucionalidad electoral y los efectos políticos de sus decisiones. Las reglas cuentan, ya se sabe. Y su (no) aplicación más todavía.
En el estudio Comicios mediáticos II, de pronta publicación, evidenciamos que la innovadora regulación asumida para los estudios de opinión en materia electoral (Sección VI de la Ley del Régimen Electoral) constituyó un fuerte incentivo para mejorar la calidad tanto en la elaboración como en la difusión mediática de tales estudios. Así lo reconocieron todos los actores involucrados: las empresas especializadas, los medios de comunicación, el Órgano Electoral y hasta las organizaciones políticas.
No fue por casualidad entonces que, a diferencia de anteriores comicios, en las elecciones generales de octubre pasado no hubo empresas “fantasmas” ni encuestas “truchas”. El requisito de habilitarse ante el Tribunal Electoral fue fundamental. También es meritorio el desempeño de los medios en la difusión de las encuestas, empezando por mostrar la ficha técnica. E incluso con el recurso al análisis comparado y experto de los datos. En general todos asumieron su responsabilidad. Y cumplieron la ley.
Ahora las (malditas) encuestas electorales están en cuestión. Y es que de pronto, con cinco años de retraso (ah, trasnochado lazartismo), descubrimos que una prohibición/sanción establecida en la norma es “desproporcionada”, “inaplicable” y etcétera. Así, lo que hace unos meses era virtud ahora se presenta como vicio. Pero el principio sigue intacto: las organizaciones políticas no pueden usar instrumentalmente datos de sus propias encuestas para propósitos de campaña y de propaganda electoral.
Que la sanción establecida en la ley (pérdida de personería jurídica) sea excesiva es un debate que debiéramos tener como parte de una necesaria, futura reforma. Lo que no admite interpretación ni equívoco es el efecto de haber violado la norma, como lo hizo Unidad Demócrata (UD) en el Beni por boca de su oficioso jefe de campaña, a la sazón gobernador del departamento. Así como el (des)conocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, tampoco se puede alegar en descargo la dureza del castigo.
Como sea, más allá de la discusión normativa (que siempre admite distorsiones y atajos), lo relevante son los efectos políticos de la decisión de un órgano electoral desportillado. ¿Qué implicaciones tendrá en el Beni la inhabilitación de una de las principales alianzas políticas? ¿Qué harán el ahora excandidato Ernesto Suárez y los suyos para deslegitimar los comicios, habida cuenta de que ya no están en carrera? ¿Su declarada “rabia e impotencia” le llevarán a generar escenarios de violencia?
Pero volvamos a las malditas encuestas. Es evidente que luego de la sanción establecida por el TSE contra los Demócratas en el Beni, ninguna organización política difundirá en el futuro, en conferencia de prensa y agitando banderas, los datos de encuestas propias. O si lo hace —con los Carmelos nunca se sabe— será asumiendo las consecuencias legales de violar la norma, más allá de tuitear solidaridades, gritar “complot” o declarar que “se acabaron los últimos vestigios de la democracia” (sic).
Mientras tanto, los estudios de opinión en materia electoral seguirán gozando de buena salud. Hoy tendremos, si acaso, los últimos datos de intención de voto que pueden difundirse en los medios. Y el próximo domingo, a las veinte horas, sabremos resultados preliminares de la votación por obra de bocas de urna y conteos rápidos. Pero que la sondeocracia, por favor, no desplace a la democracia.