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Galeano y las palabras

América Latina llora la partida de Eduardo Galeano, uno de los escritores más reconocidos por estos lares. Como muy pocos, el intelectual uruguayo supo engranar con maestría la política, el periodismo y la ficción en textos muy bien logrados, que a los pocos años de ser publicados ya fueron reconocidos como obras clásicas de la izquierda latinoamericana.

Tal es el caso de Las venas abiertas de América Latina, un ensayo histórico que marcó la poética de Galeano y que desde su publicación, en 1971 (cuando el autor tenía 31 años), lo acompañó siempre como su principal carta de referencia. Esto pese a que ya siendo un escritor consagrado trató, sin éxito, de “desvincularse” de esa genial obra, en la que reflexiona sobre la dominación política y la explotación económica a la que fue sometida América Latina a lo largo de su historia, desde la colonización europea hasta los años setenta, época en la que fue escrita.

En efecto, si bien Galeano nunca renegó de la tesis que plantea en ese ensayo, y en más de una ocasión afirmó que las venas de América Latina siguen y seguirán abiertas, en tanto “el sistema internacional de poder hace que la riqueza se siga alimentando de la pobreza ajena” (06.10.2009), sí llegó a rechazar la forma en la que expresa y desarrolla tal reflexión, al extremo de afirmar que no volvería a releer su libro más exitoso. “No sería capaz de leerlo de nuevo, caería desmayado (…). Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”, diría los 73 años en una conferencia de prensa en la Segunda Bienal del Libro en Brasilia, en abril de 2014.

Tal afirmación devino no solamente luego de entender —como el propio autor explicó— que a los 31 años “no tenía la preparación necesaria” para emprender una obra de economía política tan monumental como Las venas abiertas de América Latina apuntaba a convertirse, sino también y sobre todo después de más de 40 años de trabajar con el lenguaje, de entender a cabalidad una de las recomendaciones que su amigo Juan Carlos Onetti le hizo cuando empezaba a sumergirse de lleno en el mundo de las letras: “Las únicas palabras dignas de existir son aquéllas mejores que el silencio”.

Así, consciente de las potencialidades estéticas, físicas y espirituales de las palabras, virtudes reservadas únicamente a quienes llegan a entenderlas y venerarlas en su justa medida, el escritor uruguayo hizo del oficio de escribidor su norte y su razón de ser. Y no solamente para denunciar, con una lucidez diamantina, las injusticias del mundo y de las multinacionales, sino también en busca de “un lenguaje que le permita pensar, sentir y divertirse, no habitual en los discursos de izquierda”; tal como le diría a Carles Geli en una de las últimas entrevistas que concedió, en mayo de 2012.