Los resultados de las recientes elecciones subnacionales han tenido, una vez más, como tema de debate central a la corrupción, una práctica recurrente y, al parecer, incontenible. Todo parece indicar que, lamentablemente, este mal está fuertemente enraizado en las prácticas sociales del país, y forma parte de la falta de valores que gran parte de la población ha incubado durante muchos años.

Lo cierto es que a estas alturas los discursos, las proposiciones y otras medidas que buscan remediar y superar la corrupción parecen haberse agotado, toda vez que este flagelo persiste pese a la implementación de nuevas leyes, nuevos actores, nuevas instituciones, nuevos discursos, en fin.

Habrá que convenir que las raíces de este problema no son de reciente data, sino que devienen de procesos y modelos de conducta heredados desde la Colonia, reproducidos posteriormente por los gobiernos republicanos y más recientemente por los gobiernos neoliberales, habiendo sido muchas y sucesivas las generaciones que se formaron bajo el influjo de estas funestas costumbres. Dichos procesos destructivos acabaron sistemáticamente con el sentimiento de pertenencia y el espíritu patriótico de nuestros padres y abuelos, a quienes se les inculcó progresivamente que actuar cívica y honestamente era equivalente a ser un necio o un tonto, que el respeto a la patria era una pérdida de tiempo, que el trabajo independiente y honrado no auguraban reconocimiento ni ascenso social, menos político; creencias y códigos que, lamentablemente, se han transmitido durante varias generaciones y han ido estructurando una cultura amoral.

Como consecuencia, en la actualidad muchos bolivianos, independientemente de su profesión, origen étnico, color político o la ideología que profesan, tienden a menospreciar valores y principios tan esenciales como el bien común, la noción de servicio al prójimo, las buenas costumbres o el orden público; y este vacío moral ha sido llenado por una nueva ética “de los fines y oportunidades”, en la que ha dejado de ser reprochable la obtención de poder, cargos o riqueza a costa de los derechos de los demás y del orden establecido; incluso se justifica tal accionar en la perversa consigna de que en algún momento también les tocará.

Bajo este contexto, se puede pronosticar que la corrupción va a continuar fragmentando el tejido social, a tiempo de promover la desconfianza y la falta de solidaridad, lo que a su vez va a repercutir en una mayor desigualdad económica, injusticia social y jurídica; pobreza, discriminación, etc. Todo ello independientemente de quienes administren la cosa pública, pues las futuras autoridades no pueden ser diferentes si se considera que son hijos de esta misma sociedad. Por este motivo, el pretendido remedio no pasa por una pronta y rápida solución, más aún si se toma en cuenta que lo que se concibió durante tantos siglos razonablemente no puede ser erradicado en diez o 20 años, sino a través de un largo proceso de educación y formación generacional.

Esta falla fundamental, relacionada con la fragilidad moral y una mentalidad mal forjada, constituye una clara amenaza para los cambios sustanciales que se pretenden consolidar, lo que invoca, por responsabilidad con los que vienen, a cuestionar moldes y falsos paradigmas que nos mantienen en esta situación, pues, de lo contrario, permaneceremos en una realidad susceptible de impulsar amenazas, internas y externas, que pueden atentar nuevamente contra la independencia y autonomía que milagrosamente se ha logrado.