Como cada año, también ahora se espera que el 1 de mayo se anuncien medidas en favor de los trabajadores del país, empezando por el decreto de incremento salarial y siguiendo probablemente con otros beneficios adicionales. Las especulaciones sobre el tema son variadas, e incluyen también la cuestión del pago por tercer año consecutivo del doble aguinaldo, garantizado en estos días por el propio presidente Morales y el ministro Arce Catacora.

Sobre el particular, se pueden hacer varias consideraciones. Primero, es discutible el vínculo del doble aguinaldo (aumento del 7,7% de la remuneración anual, excluida la prima) con un crecimiento del PIB superior al 4,5%. Segundo, si a comienzos de año se sostuvo que el crecimiento general de la economía estaría en torno al 6%, luego se han recortado las estimaciones correspondientes, y recientemente los organismos internacionales han colocado sus pronósticos por debajo del 5%. La previsión del Fondo Monetario Internacional señala un 4,3%, con lo cual no se alcanzaría el crecimiento que trae consigo el premio del doble aguinaldo.

El incremento de las remuneraciones por encima de la tasa de inflación anual busca apuntalar los gastos de consumo de los hogares, puesto que la suma de todos los salarios constituye ciertamente un componente importante de la demanda interna, que puede eventualmente compensar la caída de la demanda externa, atribuible a las nuevas condiciones imperantes en la economía internacional y en los países vecinos.

Cabe señalar, sin embargo, que los salarios son también un factor importante de los costos de las empresas privadas y un componente relevante del gasto público total. Es sabido que en años anteriores la obligación de pagar un salario adicional ha traído aparejada una reducción del empleo formal e incluso el cierre de empresas pequeñas.

En tercer lugar, la redistribución permanente de ingresos es un componente central del modelo económico imperante, y la política salarial es una de sus herramientas primordiales. Ocurre, no obstante, que la redistribución presupone la existencia de excedentes reales, sea que éstos tengan la forma de rentas extraordinarias derivadas de altos precios internacionales de los recursos naturales, o cuando la dinámica de la economía está impulsada por aumentos sistemáticos de productividad, capaces de permitir incrementos sostenibles de los salarios reales, junto con la incorporación constante de progreso técnico a las actividades productivas.

En cierta medida, las medidas redistributivas de los años pasados han sido posibles gracias a la holgura fiscal derivada del auge externo, pero todo hace pensar que eso es precisamente lo que va a cambiar con la caída de los precios internacionales de nuestras principales exportaciones.

Para compensar la desaceleración de la demanda externa, las autoridades anuncian un aumento sustancial de la inversión pública, reforzado con la mencionada expansión del consumo de los hogares. Cabe destacar, en cuarto lugar, que dicho enfoque no propicia en modo alguno el necesario cambio de la matriz productiva tradicional, ni tampoco la formalización creciente del empleo y menos aún el cierre paulatino de las brechas de ingreso con los países vecinos.

Los cambios estructurales de la economía, conducentes a superar el rezago acumulado durante décadas, necesitan un vigoroso impulso de la inversión privada en sectores como la minería y los hidrocarburos en la fase de la exploración de reservas y nuevos yacimientos, y de la industria manufacturera en varias ramas con potencial competitivo. Caso contrario, el mayor poder adquisitivo generado por la redistribución forzada se traduce inexorablemente en importaciones alentadas por la sobrevaluación del boliviano. Resultado que habría que evitar.