Echando un vistazo a los protagonistas de los cuartos de final de la Champions League europea, cabe preguntarse si es una copa de fútbol o un premio al comportamiento disfuncional. Porque las estrellas de los equipos que se disputan este torneo son también las más desconsideradas, despectivas y maleducadas de la escena deportiva.

Por supuesto, encabeza la lista Cristiano Ronaldo, quien tiene más medallas en antipatía que Michael Phelps en natación. En su momento Cristiano acuñó aquellas palabras que han pasado a la historia como el himno nacional de la soberbia: “Puede ser porque soy rico, guapo y un gran jugador que las personas tienen envidia de mí”. Pero no le bastó iluminarnos con su sabiduría. Para que nadie dude de que predica con el ejemplo, lleva su filosofía a la práctica continuamente y en todos los escenarios. Solemos disfrutar de sus gestos obscenos contra el árbitro (o contra las 100.000 personas del público), algún eructo en la cancha, desplantes a los periodistas e incluso gritos cavernícolas, como el que empleó para deleitar a los asistentes de la última ceremonia de entrega del Balón de Oro. Reconozcámoslo: es un héroe del desprecio por los demás, un líder nato de la prepotencia.

Pero los aspirantes al título máximo (y no me refiero precisamente a la Champions) no solo visten de blanco. El Barcelona FC puede presumir de Gerard Piqué, quien hace unos meses se enfrentó a los policías de tráfico que habían multado a su hermano gritándoles perlas como “¡Esta multa la va a pagar tu padre!”. A saber qué hará cuando lo multen a él… O cuando no haya nadie grabando la escena.

Otro tanto se puede decir de Zlatan Ibrahimovic, del París Saint-Germain, quien tras perder un partido de la Liga francesa en marzo abandonó el campo vociferando: “¡Este país de mierda no nos merece!”. Sus sofisticadas opiniones sobre la tierra de De Gaulle fueron grabadas y emitidas públicamente, produciendo el enfado incluso de políticos y miembros del Gobierno. Cuando tuvo que disculparse, Ibrahimovic afirmó en redes sociales que sus “comentarios” no iban dirigidos “contra Francia o los franceses”, lo cual fue aún más insultante, por asumir que ninguno de ellos sabía interpretar correctamente la frase “este país”. Y sin embargo ahí están todos ellos, en cuartos de Champions, como han estado en el podio del Mundial y de múltiples ligas. De hecho, todos militan en los equipos más poderosos. Y no es casualidad.

Un político, incluso el más patán, sabe que no debe exteriorizar públicamente su mala entraña, y que de hacerlo, es obligatorio disculparse. Los actores de Hollywood son conscientes de que si pasan por encima de los demás deben pedir perdón, e incluso en casos privados (insultos, borracheras, infidelidades) se le escucha prometer que entrarán “en rehabilitación”, una manera un tanto ridícula, pero inequívoca, de manifestar arrepentimiento por faltar el respeto a los demás. En cambio, los futbolistas de élite saben que a nadie le importa. Si hacen un gol en el siguiente partido, millones de babeantes seguidores olvidarán de inmediato su barbarismo, o incluso lo encontrarán fascinante y digno de admiración. Estamos creando monstruos, y luego nos dedicamos a tratar de imitarlos.

Y sin embargo, conforme los futbolistas cobran menos dinero, aumenta su humanidad y tienden más a considerarse iguales a los demás. En el Atlético de Madrid no se han dado casos de brutalidad y desprecio como los anteriores, sobre todo porque su presupuesto está centenares de millones de euros por debajo de los de los grandes equipos. Si alguno de sus jugadores empieza a sentirse Dios, rápidamente se va a un equipo que pague más. Aquí lo que manda todavía es el corazón. Otra buena razón para ser colchonero y para seguir deseando que ganen los pequeños.