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Patrimonio: recuperaciones y pérdidas

Recientemente el Gobierno ha recuperado piezas patrimoniales del país saqueadas en distintos tiempos y circunstancias. Se trata, por una parte, de una magnífica figura prehispánica de la cultura Tiawanaku y, por otra, de dos soberbias pinturas coloniales del templo de San Martín de Potosí. Las respectivas repatriaciones han sido ampliamente destacadas en los medios, y en torno a ellas las autoridades proponen una política sostenible de rescate, como enmienda al despojo secular. Bien, porque efectivamente en el (primer) mundo están diseminadas miles de obras de nuestra pertenencia histórica.

Pero veamos, la usurpación no se limita a bienes tangibles arrancados de centros arqueológicos, o de iglesias misionales o de comunidades remotas por manos saqueadoras de tiempos pasados. Prácticas y productos culturales desaparecen cotidianamente de nuestra heredad espiritual, sin alarma ni reacción de la sociedad ni del Estado. El propio país se despoja a sí mismo.

Antiguas músicas indígenas del altiplano, de estrecha vinculación con los ritos de producción agrícola, son abandonadas regularmente por los jóvenes. “Ya no quieren tocar”, dice con dolor un viejo sikuri; y sus palabras anuncian la extinción inexorable de expresiones musicales, de instrumentos musicales, de sus técnicas de fabricación, de sus singulares estilos de ejecución, del pensamiento que se hace lenguaje sonoro y de la memoria oral que lo sustenta. Trágico.

Habiendo sido el textil “el arte mayor” de las naciones andino-altiplánicas, en la actualidad la sofisticada cadena productiva del tejido va desapareciendo de la cotidianidad comunitaria. Vemos una interrupción de la memoria, aquella que transita(ba) de generación en generación llevando conocimientos, valores, experiencia e identidad. Y aunque algunas iniciativas intentan preservar lo que se pueda (códigos, tecnologías, significados), en verdad estamos ante una merma patrimonial que ocurre irremediable mientras izamos la descolonización y la revolución cultural en un mástil de contradicciones. Qué paradoja.

Podríamos hablar en iguales términos sobre las destrezas agrícolas desestimadas por la modernidad transgénica, o de la asombrosa organización política comunitaria menoscabada por el sindicalismo, o de las lenguas. ¿Quién resguarda los idiomas aymara y quechua? (Para no mencionar el guaraní, el moxeño, el chipaya o los demás que suman 36, se dice). Estos hablares ancestrales siguen sobreviviendo como pueden, en los surcos, en las asambleas, en los mercados, no obstante el asedio del español (en la práctica “idioma oficial”) y —desde luego— del inglés, tan familiar, tan nuestro… No asoma una política estatal de regeneración de idiomas originarios ni de observación siquiera a los asuntos mencionados párrafos arriba.

Las pérdidas por autodepredación no podrán repatriarse de algún museo suizo ni rescatarse por misericordia de un samaritano. Entre las nuevas iglesias cristianas (¡oh, Dios!, tan extirpadoras como la iglesia de la cruz y la espada); las fuerzas armadas de sometimiento por “subordinación y constancia”; los medios de comunicación resonantes sumisos del mensaje global; y las instituciones oficiales del Estado, laico y democrático, suman, unos por acción y otros por omisión, un caudal de irresponsabilidad con el patrimonio cultural vivo. Y así, el futuro empieza desde ahora a condenarnos.