El consenso de los perdedores
Los competidores electorales asumen un rango institucional que les obliga a cumplir las reglas del juego
Los resultados de las elecciones subnacionales han servido como insumo no para el análisis del comportamiento electoral, sino para la elaboración de inferencias pseudocientíficas políticamente parcializadas que celebraron o lamentaron los mismos, al punto de que quienes expresaron ese primer sentimiento se aventuraron a anunciar el fin de una hegemonía sin precisar el carácter político o electoral de esta supuesta debacle, ni considerando las elecciones de 2010 como un referente comparativo válido para evitar supuestos discutibles. Ello permitió además que se pasara por alto el advenimiento de una práctica muy importante para el votante boliviano y que por primera vez, en más 30 años de continuidad democrática, privilegió a los benianos y tarijeños. Se trata del balotaje o la segunda vuelta electoral que gracias a la nueva Constitución pasó a ser potestad del ciudadano, tras haber sido detentada, sino secuestrada, por el Congreso, en el cual la partidocracia acostumbraba construir mayorías artificiales cuando ningún candidato obtenía el 50% + 1 de los votos.
No obstante esa posibilidad fue cuajando en medio de actitudes contrarias de los contendientes hacia aquello que los estudiosos han venido identificando como un requisito fundamental para la legitimidad de la democracia: el consenso del perdedor, que consiste en la lealtad de los contrincantes hacia las instituciones políticas, en tanto potenciales perdedores. Ello porque en el proceso de conteo de votos los tribunales electorales de Beni, Chuquisaca, Tarija y Santa Cruz fueron asediados por militantes de las agrupaciones políticas aspirantes a la segunda vuelta, los cuales no solamente organizaron vigilias, huelgas de hambre y mítines de protesta, sino que además agredieron a sus vocales. Ante ello, ley electoral en mano, las autoridades del Tribunal Supremo Electoral tuvieron que advertir con acciones penales en contra de quienes promovieran el desorden u obstaculizaran el proceso electoral.
Si bien esas movilizaciones pudieron haber encontrado incentivos en el papel poco decoroso del organismo electoral, cuya crisis se extendió hacia los tribunales departamentales, ellas también expresaron la falta de asimilación de la democracia electoral como un juego de ganadores y perdedores. En este sentido, los “jugadores” que asumen el mismo adquieren un rango institucional que les obliga a cumplir las reglas del juego y dirimir cualquier tipo de controversia en el ámbito estrictamente institucional, ya que la principal responsabilidad de esos jugadores consiste en garantizar la alternancia política de modo pacífico, así sea mediante un tiro de dados. Por tanto, el desistimiento de la desobediencia civil o de aquella práctica muy nuestra de lograr objetivos con base en la presión no es algo que hay que agradecer, pues los jugadores institucionales están obligados a respetar el Estado de derecho, ya que, como base de su legitimidad, reclamarán el mismo en caso de acceder al poder.
Sin embargo como el juego electoral no compete únicamente a sus directos involucrados, el déficit del consenso de los perdedores compromete también a aquellos intolerantes a los gobiernos de oposición y a aquellos que desde sus diferentes púlpitos socavan la legitimidad de las instituciones a nombre de la democracia. Como afirman los estudiosos, la viabilidad de la democracia electoral depende de la capacidad de lograr el apoyo de una parte sustancial de individuos descontentos con el resultado de una elección, por lo que el consenso del perdedor debe ser una cultura extendida sobre todos los actores comprometidos con la legitimidad del sistema que administran o critican, y que en el caso de los competidores electorales resulta más sustancial todavía.