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Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 14:08 PM

Trabajo de ocho horas, ¡no más!

Para lograr un equilibrio saludable, el hombre necesita dormir, distraerse y trabajar en igual proporción

/ 13 de mayo de 2015 / 06:27

El 1 de mayo de 1886, hace 129 años, se iniciaba en Chicago (EEUU) la lucha de los obreros para defender sus derechos y lograr mejoras laborales a pesar de las brutales y continuas represiones. Meses después, luego de una violenta represión en la fábrica McCormik —una de las pocas empresas que aún no estaba en huelga y a un costo de varias vidas, centenares de heridos y el enjuiciamiento de muchos otros con sentencias de muerte o cadena perpetua— se consiguió que el presidente Andrew Johnson promulgue la Ley Ingersoll, que estableció, entre otras conquistas, la reducción de la jornada laboral a ocho horas diarias o 48 horas semanales.

En julio de 1889, después del Congreso Internacional de Trabajadores, realizado en París (Francia), el 1 de mayo fue establecido como día de ratificación de los derechos de los trabajadores y de los reclamos contra las arbitrariedades sociales. En 1890, 15 naciones reunidas en Berlín (Alemania) crearon un organismo internacional que velara por los derechos y deberes de los trabajadores. Años después, en 1919, esta entidad devino en la actual Organización Internacional del Trabajo (OIT), con sede en Ginebra, que está bajo el control de las Naciones Unidas. Bolivia forma parte de esta organización desde ese entonces.

Sin embargo, la jornada laboral de ocho horas no fue una simple conquista social, sino que está basada en que el ser humano, para lograr un equilibrio saludable física y emocionalmente, necesita poder realizar tres actividades diariamente: dormir, distraerse y trabajar. En virtud a esto, se estableció dar el mismo tiempo para estas tres actividades, lo que resulta en ocho horas diarias para cada una de ellas. Bajo este criterio no debería existir justificativo alguno para que una persona, sin importar el tipo de trabajo que realice, lo haga por más de las ocho horas diarias o 48 semanales.

Lamentablemente, con el pasar de los años, bajo el título de horas extras o porque ocupan puestos de dirección o de “confianza”, entre otras razones, se ha venido desvirtuando este principio y obligando a las personas a trabajar más y más, llegando al extremo de que hasta a nuestros niños y jóvenes, por hacerlos más competitivos, los estamos sometiendo a más horas de clases y tareas, acostumbrándolos a trabajar de manera explotadora.

Los líderes e íconos de nuestra sociedad, al mostrar que trabajan desde las 05.00 hasta altas horas de la noche (sin importar que sean domingos o feriados), que se llevan trabajo a su casa, que no toman vacaciones, y que no tienen tiempo para sus familias porque están empeñados en servir a la sociedad, nos están dando un mal ejemplo y el mensaje equivocado. No debemos permitir que nadie, menos nuestros niños y jóvenes, tengan que estudiar o trabajar por más de ocho horas diarias. Los líderes y referentes sociales deberían demostrarnos que se puede hacer país con ocho horas de trabajo al día, y sobre todo, deben dar ejemplo de que el esparcimiento y la familia son importantes e impostergables.

Las ocho horas del día para el esparcimiento, para estar con la familia o los amigos tienen que ser inviolables e irrenunciables, sin importar el tipo de trabajo que se realice. Debiendo suceder lo mismo con las otras ocho horas para dormir y descansar. El 1 de mayo tiene que convertirse en el día de respeto de los tres espacios básicos al que todo ser humano tiene derecho: ocho horas para trabajar, ocho horas para distraerse y ocho horas para dormir.

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Trabajo de ocho horas, ¡no más!

Para lograr un equilibrio saludable, el hombre necesita dormir, distraerse y trabajar en igual proporción

/ 13 de mayo de 2015 / 06:27

El 1 de mayo de 1886, hace 129 años, se iniciaba en Chicago (EEUU) la lucha de los obreros para defender sus derechos y lograr mejoras laborales a pesar de las brutales y continuas represiones. Meses después, luego de una violenta represión en la fábrica McCormik —una de las pocas empresas que aún no estaba en huelga y a un costo de varias vidas, centenares de heridos y el enjuiciamiento de muchos otros con sentencias de muerte o cadena perpetua— se consiguió que el presidente Andrew Johnson promulgue la Ley Ingersoll, que estableció, entre otras conquistas, la reducción de la jornada laboral a ocho horas diarias o 48 horas semanales.

En julio de 1889, después del Congreso Internacional de Trabajadores, realizado en París (Francia), el 1 de mayo fue establecido como día de ratificación de los derechos de los trabajadores y de los reclamos contra las arbitrariedades sociales. En 1890, 15 naciones reunidas en Berlín (Alemania) crearon un organismo internacional que velara por los derechos y deberes de los trabajadores. Años después, en 1919, esta entidad devino en la actual Organización Internacional del Trabajo (OIT), con sede en Ginebra, que está bajo el control de las Naciones Unidas. Bolivia forma parte de esta organización desde ese entonces.

Sin embargo, la jornada laboral de ocho horas no fue una simple conquista social, sino que está basada en que el ser humano, para lograr un equilibrio saludable física y emocionalmente, necesita poder realizar tres actividades diariamente: dormir, distraerse y trabajar. En virtud a esto, se estableció dar el mismo tiempo para estas tres actividades, lo que resulta en ocho horas diarias para cada una de ellas. Bajo este criterio no debería existir justificativo alguno para que una persona, sin importar el tipo de trabajo que realice, lo haga por más de las ocho horas diarias o 48 semanales.

Lamentablemente, con el pasar de los años, bajo el título de horas extras o porque ocupan puestos de dirección o de “confianza”, entre otras razones, se ha venido desvirtuando este principio y obligando a las personas a trabajar más y más, llegando al extremo de que hasta a nuestros niños y jóvenes, por hacerlos más competitivos, los estamos sometiendo a más horas de clases y tareas, acostumbrándolos a trabajar de manera explotadora.

Los líderes e íconos de nuestra sociedad, al mostrar que trabajan desde las 05.00 hasta altas horas de la noche (sin importar que sean domingos o feriados), que se llevan trabajo a su casa, que no toman vacaciones, y que no tienen tiempo para sus familias porque están empeñados en servir a la sociedad, nos están dando un mal ejemplo y el mensaje equivocado. No debemos permitir que nadie, menos nuestros niños y jóvenes, tengan que estudiar o trabajar por más de ocho horas diarias. Los líderes y referentes sociales deberían demostrarnos que se puede hacer país con ocho horas de trabajo al día, y sobre todo, deben dar ejemplo de que el esparcimiento y la familia son importantes e impostergables.

Las ocho horas del día para el esparcimiento, para estar con la familia o los amigos tienen que ser inviolables e irrenunciables, sin importar el tipo de trabajo que se realice. Debiendo suceder lo mismo con las otras ocho horas para dormir y descansar. El 1 de mayo tiene que convertirse en el día de respeto de los tres espacios básicos al que todo ser humano tiene derecho: ocho horas para trabajar, ocho horas para distraerse y ocho horas para dormir.

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El cliente siempre tiene la razón

El SIN debería revisar su estrategia de coerción y cambiarla a una de orientación hacia el cliente

/ 15 de abril de 2015 / 05:06

La mayoría de las empresas privadas en nuestro país se empeña en ser más atractivas, estar más cerca y en ofrecer soluciones más precisas y cómodas a sus clientes, demostrando que han entendido a cabalidad el refrán: “se atraen más moscas con miel que con hiel”. Sin embargo, no es porque estas empresas lo quisieron así, sino porque sus clientes tienen la opción de elegir a quién comprar, y esto los obliga a tratarlos según este otro refrán: “el cliente es el rey y siempre tiene la razón”, que en castellano claro significa que si no tratas bien al cliente o no le das la razón, éste se irá con la competencia que esté dispuesta a hacerlo.

Las instituciones públicas no sienten esta necesidad, porque, por lo general, el producto o servicio que ofrecen es de uso obligatorio de sus clientes y sin opción para adquirirlo de otra fuente; y de ahí que el servicio y atención brindados sean lentos, largos, sin consideración y engorrosos; en horarios y locaciones incómodas; con personal mal capacitado o por lo menos con una actitud para nada orientada hacia que el cliente obtenga el servicio a su satisfacción.

Ésta es una de las principales razones para que en Bolivia se haya generado una “cultura” de no hacer las cosas a tiempo o de dejarlas hasta el último momento. Es así que muchos bolivianos, por no decir la mayoría, no tienen en orden algún documento sea del Gobierno Municipal, Derechos Reales, Impuestos Nacionales o de cualquier otra institución pública.

Lo paradójico es que si bien las instituciones públicas tienen de su lado la ley que obliga a “comprar” los servicios que ofrecen, esto no es suficiente, pues la gente tiene la opción de no hacerlo, y esto lleva al Estado a grandes pérdidas económicas, especialmente en materia de impuestos. El Servicio de Impuestos Nacionales (SIN) sigue la estrategia de coerción e intimidación para vender sus servicios, que son los de recaudar impuestos para que el país siga adelante. Es decir, convence a sus clientes de cumplir con sus obligaciones tributarias so pena de clausuras, multas y hasta la cárcel. Y al parecer está realizando bien su labor, porque cada vez hay menos evasión en las empresas que están registradas. No obstante, si vemos cómo le está yendo en registrar más empresas, el resultado ya no es tan alentador, ya que un porcentaje mayor es el de empresas que viven y funcionan a la sombra de la informalidad, lo que pone en cuestionamiento si esta estrategia es la adecuada o no.

Una investigación determinó que los dueños de negocios informales quieren registrarse y cumplir con sus obligaciones impositivas, y no por patriotas ni nada por el estilo, sino porque vivir en la informalidad conlleva riesgos y costos que en cierta medida resultan más altos que pagar impuestos, especialmente en el largo plazo. Es por ello que el SIN debería revisar su estrategia de coerción y cambiarla a una de orientación hacia el cliente. Para ello debería, en primer lugar, definir el perfil del cliente y sus capacidades empresariales y de gestión, de tal manera que en vez de diseñar el sistema impositivo con base en cómo evitar que lo evadan, lo simplifique de tal manera que a sus clientes les resulte más fácil y barato cumplirlo que evadirlo. Esto parecería fácil de hacerlo y lograrlo, y en realidad así es, pero lo difícil es ese cambio de visión y mentalidad desde el interior de ésta y otras instituciones públicas.

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