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Trabajo de ocho horas, ¡no más!

El 1 de mayo de 1886, hace 129 años, se iniciaba en Chicago (EEUU) la lucha de los obreros para defender sus derechos y lograr mejoras laborales a pesar de las brutales y continuas represiones. Meses después, luego de una violenta represión en la fábrica McCormik —una de las pocas empresas que aún no estaba en huelga y a un costo de varias vidas, centenares de heridos y el enjuiciamiento de muchos otros con sentencias de muerte o cadena perpetua— se consiguió que el presidente Andrew Johnson promulgue la Ley Ingersoll, que estableció, entre otras conquistas, la reducción de la jornada laboral a ocho horas diarias o 48 horas semanales.

En julio de 1889, después del Congreso Internacional de Trabajadores, realizado en París (Francia), el 1 de mayo fue establecido como día de ratificación de los derechos de los trabajadores y de los reclamos contra las arbitrariedades sociales. En 1890, 15 naciones reunidas en Berlín (Alemania) crearon un organismo internacional que velara por los derechos y deberes de los trabajadores. Años después, en 1919, esta entidad devino en la actual Organización Internacional del Trabajo (OIT), con sede en Ginebra, que está bajo el control de las Naciones Unidas. Bolivia forma parte de esta organización desde ese entonces.

Sin embargo, la jornada laboral de ocho horas no fue una simple conquista social, sino que está basada en que el ser humano, para lograr un equilibrio saludable física y emocionalmente, necesita poder realizar tres actividades diariamente: dormir, distraerse y trabajar. En virtud a esto, se estableció dar el mismo tiempo para estas tres actividades, lo que resulta en ocho horas diarias para cada una de ellas. Bajo este criterio no debería existir justificativo alguno para que una persona, sin importar el tipo de trabajo que realice, lo haga por más de las ocho horas diarias o 48 semanales.

Lamentablemente, con el pasar de los años, bajo el título de horas extras o porque ocupan puestos de dirección o de “confianza”, entre otras razones, se ha venido desvirtuando este principio y obligando a las personas a trabajar más y más, llegando al extremo de que hasta a nuestros niños y jóvenes, por hacerlos más competitivos, los estamos sometiendo a más horas de clases y tareas, acostumbrándolos a trabajar de manera explotadora.

Los líderes e íconos de nuestra sociedad, al mostrar que trabajan desde las 05.00 hasta altas horas de la noche (sin importar que sean domingos o feriados), que se llevan trabajo a su casa, que no toman vacaciones, y que no tienen tiempo para sus familias porque están empeñados en servir a la sociedad, nos están dando un mal ejemplo y el mensaje equivocado. No debemos permitir que nadie, menos nuestros niños y jóvenes, tengan que estudiar o trabajar por más de ocho horas diarias. Los líderes y referentes sociales deberían demostrarnos que se puede hacer país con ocho horas de trabajo al día, y sobre todo, deben dar ejemplo de que el esparcimiento y la familia son importantes e impostergables.

Las ocho horas del día para el esparcimiento, para estar con la familia o los amigos tienen que ser inviolables e irrenunciables, sin importar el tipo de trabajo que se realice. Debiendo suceder lo mismo con las otras ocho horas para dormir y descansar. El 1 de mayo tiene que convertirse en el día de respeto de los tres espacios básicos al que todo ser humano tiene derecho: ocho horas para trabajar, ocho horas para distraerse y ocho horas para dormir.