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Adiós, maestro

Habían transcurrido apenas unos minutos del nacimiento de un nuevo día, jueves 21 de mayo de 2015. La fría madrugada dejaba sentir sus primeros latidos, y la rotativa de La Razón se aprestaba a calibrar sus piezas y ajustar sus válvulas de temperatura para empezar la impresión de los ejemplares de esa jornada. Preciso instante en que la desgracia, quizás el destino, quizás la Providencia, quiso que nuestro compañero de trabajo y querido amigo Rubén Vargas Portugal, excepcional periodista, se fuera de entre nosotros.

Estuvo internado  durante seis semanas en un centro médico aquejado por un complicado cuadro de salud. Pero nadie podía haber imaginado tan lamentable desenlace. A partir de entonces, los trabajadores de este medio tenemos infinitos motivos para sentirnos heridos en el alma, pues recibimos un revés muy amargo, aunque no hay forma de encontrar una respuesta a su temprana partida.

Realizar un recordatorio sobre la trayectoria de Rubén no tiene caso. Quienes han disfrutado de su compañía saben que su profesionalismo, sus méritos académicos y su formación están fuera de toda descripción. De sus valores y su solvencia moral no hay nada que comentar. En contrapartida, su apacible temple, su jovial condescendencia ante el saludo y su atenta respuesta frente a una consulta quedarán entre nosotros como un imperecedero recuerdo.

Trabajó cinco años en esta empresa. Desde su escritorio en el fondo de la sala de redacción derramó su talento, pero su corazón lo entregó al área de la cultura por medio del suplemento Tendencias. Sus páginas rezumaban vida y su presentación lingüística y gramatical lucía impecable, tanto que su lectura nos resultaba un deleite a los ojos de los correctores.

Tenía el don de la palabra justa, en el momento justo. En ocasiones, puso la serenidad a ciertas de-savenencias producto de intensos debates en la reunión de editores. Cómo no, si era un pacifista incurable y no podía, no debía, aceptar ciertas apreciaciones que él consideraba injustas o al menos subidas de tono. Y cuando correspondía, también hacía culto a aquel conocido aforismo: “No hables si lo que vas a decir no es más importante que el silencio”.

Dicen que la muerte es un nuevo amanecer; que el nacer y el morir son los extremos de una externa cadena multiforme y extraña; que la vida no termina al morir. En fin. Pero, por la forma como vivió mientras estuvo aquí, lo más seguro es que Rubén ha regresado al lugar de donde vino: el paraíso. ¡Hasta pronto, querido compañero!