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Tamayo: llegará la traición

La pregunta: ¿con quién gobernaría Tamayo si el destino lo llevase al poder? Y la respuesta: ni con blancos, ni con mestizos, ni con indígenas. “Hay que tañer ese bronce helado que es el indio interior y hacer una nación autóctona de la republiqueta mestiza, basta de política, a los libros, a la grande poesía”, responde el loco de la calle Loayza, asomado a su balcón.

Sostiene Díez de Medina, el autor de El hechicero del Ande, que hay un Tamayo real y otro ideal; que al “gran mestizo” hay que mirarlo de lejos, como a las grandes montañas, como a las grandes obras; nadie las ignora, pocos escalan hasta ellas. Percy Jiménez y su elenco teatral (Miguel Ángel Estellano, Mauricio Toledo, Freddy Chipana y Bernardo Rosado) se han acercado a Tamayo y no han rodado por la pendiente.

Tamayo: apolíticas consideraciones sobre el nacionalismo, volumen 3 es el punto final de la trilogía del grupo Textos que Migran bajo la dirección de Percy Jiménez. Junto a Los B y Shakespeare de Charcas, la triada de obras reflexiona sobre la (auto)traición constante; sobre el poder absoluto y cruel; sobre la codicia, la descomposición y la decadencia; y sobre la pesada carga “arguediana” que todos llevamos sobre nuestras espaldas. Somos ángeles y demonios. Y Tamayo, enigma indescifrable, resume nuestras virtudes y defectos, aciertos y errores. Es lo que no pudo ser, lo que es y lo que debe ser nuestra Bolivia. Es un mar sin orillas, inabarcable; como el país.

Decía el loco de la calle Loayza, asomado a su balcón, que Bolivia es una isla en América, y cada boliviano, una isla dentro de Bolivia. Percy Jiménez navega en el archipiélago independiente “tamayano” y no se ahoga: sale a flote con sus cuatro “Tamayos”. Si Díez de Medina dijo que hay tres (el indígena, el blanco y el mestizo), Percy desdobla el último en dos: el político y el poeta (¿cuál de los dos es el fantasma?). Frente al espejo deformante, dos Tamayos luchan entre sí: el poeta amortajado y el político que calla y se traiciona frente a la penúltima matanza (los crímenes de Challacollo y Chuspipata en noviembre del 44). En la derrota, llega la gloria, susurra el poeta. Tras el silencio digno, solo quedará la poesía. Las victorias de Tamayo siempre llegarán tarde, y sus derrotas quedarán para mañana.

Sostiene el incomprendido poeta (ante las furibundas críticas contra sus versos clasicistas y anticuados) que “la obra de arte no se defiende, si es mala, se hunde en el olvido; si es buena, a pesar de todo, será pedestal para su autor”. El Tamayo de Percy tampoco necesita quien le escriba. De nuevo (y ya es marca de la casa) “brilla” la puesta y la coreografía escénica, la música de piano, vientos y sintetizadores: todo, encarnación viva del caos.

El intertexto poético nos arrastra hacia la sobriedad del canto y la declamación (sorprendente Bernardo Rosado); el Tamayo político conjura al poeta y lo calla (la última imagen momificada es un gran logro); el Tamayo atormentado colapsa (gran interpretación de Estellano), amargado y resentido se desmaya; y el blanco y el indígena (sólidos Toledo y Chipana) se diluyen y desaparecen para siempre.

Sostiene Díez de Medina que “el mar tamayano es inmenso y borrascoso”.  Si la nieve intacta hablara, sería un personaje de la obra. “Si hubiese manejado el país, nos hubiese elevado a rango de potencia o nos hubiéramos precipitado al abismo”, añade Díez de Medina. Inevitablemente llegará la traición. La trilogía de Percy (a caballo siempre entre el malditismo de Shakespeare y el pesimismo existencial de Arguedas) elige el abismo ingrato, alma de rechazo. No hay nada peor que laburar en vano, dice el poeta entre susurros. ¿Entonces? silencio: a la (grande) poesía. Solo Tamayo, exiliado en sí mismo, es para siempre.