La transición al nuevo ciclo económico en América del Sur se anuncia primero como una serie de nuevos desafíos a la gestión de la política económica, la cual reacciona según los márgenes políticos, institucionales y económicos de que dispone. Como otras economías suramericanas no cuentan con la holgura fiscal que caracteriza todavía a la situación de Bolivia, el abanico de sus respuestas ante los cambios internacionales incluye enfoques y medidas distintas de las que se tendrían que explorar en nuestro caso.

Acá todo hace pensar que la instalación de la crisis no ocurrirá de una manera súbita. La aparición de los problemas y las reacciones de las autoridades respectivas se tomarán su tiempo; y si se adoptan las políticas apropiadas, los impactos de la crisis podrían mitigarse en buena medida. Enfoques equivocados, en cambio, podrían agravar las cosas, acelerar el tránsito a la fase recesiva y ocasionar una puja sectorial y regional de ingresos, con consecuencias difíciles de establecer a estas alturas.

El despliegue de la crisis abarcará sucesivamente a la esfera fiscal, a las actividades productivas, a los precios relativos y culminará en el ámbito del empleo. Un modelo de gestión económica centrado en la redistribución no productiva de los excedentes fiscales trae consigo necesariamente que la trayectoria del nuevo ciclo empiece y termine en el sector fiscal, pero asimismo que los problemas más agudos se presenten en los mercados laborales. De acá se deriva la importancia de adoptar nuevos enfoques de política que contemplen simultáneamente las reformas necesarias en la esfera fiscal, en materia de inversiones, así como en los ámbitos del empleo y la protección laboral.

Estos razonamientos se ilustran en gran medida con lo que viene ocurriendo en materia de recaudaciones tributarias, aduaneras y de la seguridad social. Ante la caída ya evidenciada de tales recaudaciones, derivada, entre otras cosas, de una reducción aproximada del 25% de las exportaciones en el primer trimestre del año, las autoridades han instruido a los inspectores que redoblen sus esfuerzos de fiscalización, incluyendo la aplicación de multas sobre las cuales reciben bonificaciones especiales. La prioridad estriba en mantener los niveles de recaudación que permiten solventar a corto plazo los compromisos salariales y las diversas inversiones del Gobierno central.

Alguien podría argumentar que dicha política es preferible al enfoque de austeridad (recorte del gasto) que se aplica en otros lados con funestas consecuencias sociales. Ocurre, sin embargo, que el aumento de la presión tributaria únicamente sobre una fracción minoritaria de los contribuyentes potenciales trae consigo una retracción de las inversiones privadas, especialmente de aquellas que podrían mejorar la calidad del empleo.

Conviene recordar una vez más que la inversión pública por sí sola no está en condiciones de elevar la tasa de crecimiento general de la economía, promover el aumento sostenido de la productividad y fomentar la generación de empleo digno; y que tampoco es correcto suponer que ese enorme contingente de pequeñas unidades económicas del campo y la ciudad puede impulsar, por esfuerzo propio, la reconversión de la matriz productiva que hace falta.

La paulatina reducción de los excedentes fiscales provenientes del sector de hidrocarburos debería dar lugar a un cambio radical de enfoque sobre la política fiscal, en el rubro de los ingresos, pero asimismo en el de los gastos. En tal contexto, cabría examinar cada uno de los proyectos de inversión pública, muchos de los cuales carecen de una prioridad intrínseca; obedecen a criterios simbólicos, y son de dudoso beneficio para el crecimiento y la correspondiente construcción de una infraestructura apropiada para la articulación con las economías vecinas.