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El oficio de escribir

Por qué escribir? O más concretamente, ¿por qué hacerlo en una columna? Sin duda hay muchas razones y necesidades: escribir para verter tu(s) opinión(es) respecto a cualquier asunto de la realidad circundante, escribir acerca de tus obsesiones o sobre tus (propios) desencantos con la vida y contigo mismo, escribir ante tus propios fracasos o por tus utopías, escribir desde tus propios dolores o desde tus propias vísceras, escribir como irreverencia y provocación, finalmente (o simplemente), escribir en un acto de vanidad y egocentrismo, ante tu espejo y, posiblemente, ante tus lectores.

Más allá de las motivaciones, escribir en una columna también exige una responsabilidad para no caer en la tentación de usar ese espacio, por ejemplo, para defenestrar a tus propios enemigos y condenarlos al despeñadero. A diferencia de otros formatos periodísticos, una columna se erige en una trinchera que permite aflorar con firmeza y valentía tus propias percepciones y (cosmo)visiones sobre el mundo. Empero, si uno no sabe reconocer los límites entre la diatriba y la responsabilidad que implica escribir en un espacio público, puede ser fácilmente presa de una pasión incendiaria, lo que podría derivar en un exceso de desmanes verbales, los que inexorablemente conducen a la nada.

Como dice Roland Barthes, escribir es un verbo intransitivo. Entonces, ¿cómo voy a escribir lo que, de algún modo, siempre será una repetición? En todo caso, lo importante en última instancia es sentarse ante un teclado y su pantalla asumiendo que gozas de todas las libertades. Quizás aquí radica el desafío de escribir una columna. Además,  como si fuera una quimera, sentirte parte de una comunidad periodística donde predomina una plena anarquía de mujeres y hombres autónomos, quienes, muchas veces, se sublevan a través de la palabra contundente, contra todo aquello que consideran injusto. Por este argumento denominé a mi columna en La Razón “Una piedra en el zapato”, que en mi comprensión concuerda con el aire libertario que se respira en este medio impreso, surgido hace un cuarto de siglo atrás. Así, uno no puede dejar de apreciar el honor de escribir en uno de sus espacios periodísticos de opinión.

Tener una columna es como bailar un tango imaginario. Se necesita ineludiblemente de la complicidad de otro/otra, que en este caso es tu lector o lectora, lo cual implica por eso mismo pensar en los movimientos y relevancia de tu escrito.

Muchas veces esto exige vencer tus propios miedos, que operan como espectros hamletianos susceptibles de impulsarte a cometer errores (horrores) acrobáticos imperdonables. También se necesita de un escenario institucional constituido que te permita dar rienda suelta a esta acción libertaria, que exige asimismo ética, como es el tener tu propia trinchera para desplegar tus opiniones, análisis o (llanamente) tus utópicas obsesiones sin el temor a la censura, ese dispositivo que lastima a tu dignidad no solo como columnista; sino también como persona.

Por eso, aprovecho estas reflexiones, para a través de mi entrañable columna agradecer a La Razón, a través de su directora, Claudia Benavente, y a mi editor, Gonzalo Jordán, pues desde el inicio me brindan las condiciones necesarias para difundir mis opiniones, sin queja alguna relacionada al tema de la censura; incluso en algunos casos extremos en los que mi postura era diametralmente opuesta a la línea editorial del periódico se respetó, a rajatabla, el contenido de mi artículo. Muchas gracias.