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‘Misericordia’ en Bergoglio

La misericordia, una pieza clave en el pensamiento del Papa, puede ayudar a solucionar muchos conflictos

/ 9 de julio de 2015 / 04:23

El liderazgo de Francisco no es solamente religioso (para católicos), sino también espiritual y moral. Es reconocido como hombre que lucha y moviliza a millones de personas en favor de la justicia y la inclusión. Por eso vale la pena saber qué lugar ocupa la noción misericordia en su pensamiento. Lo primero que salta a la vista es que Jorge Bergoglio manifiesta algunas de las formas del amor (entre seres humanos y de Dios al hombre). Nuestra guía será su reciente carta Misericordiae vultus (Mv).

Aunque su punto de partida es la fe, esto no implica que sus reflexiones sean válidas solamente para personas religiosas. También los no creyentes pueden acoger sus ideas adaptándolas a sus propias formas de ver el hombre y el mundo. En el citado documento el Papa presenta la misericordia en tres dimensiones: 1) la que se verifica en la relación de Dios con el hombre; 2) la que los seres humanos están llamados a practicar; y 3) la relación entre justicia y misericordia; ésta resulta de dos tipos, dependiendo si se considera la justicia de Dios (siempre abierta al perdón) o la de los hombres.

Las dos primeras y parte de la tercera las tenemos expresadas así: “Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano (…) Misericordia es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (Mv 2).

En torno a la primera dimensión, se dirige a quienes se sienten alejados y con nostalgia de Dios: “Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia” (Mv 9).

Para la segunda, recuerda a los miembros de la Iglesia la amplitud de su vocación a la misericordia: “La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (10). “En nuestras parroquias (…), dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia” (12). Aunque se dirige sobre todo a los católicos, pienso que su mensaje puede ser acogido por todos. Se trata de abrir el corazón “a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz” (15).

En cuanto a la relación con la justicia humana, el Papa reconoce que las reglas de la convivencia pueden exigir el cumplimiento de penas. La misericordia no supone pasarlas por alto, porque significaría admitir lesiones para ambas exigencias (en último término, a personas). Bajo esta perspectiva es que formula un vibrante llamado a quienes pertenecen a grupos criminales y también a los promotores y cómplices de la corrupción: “esa llaga putrefacta de la sociedad” (19). Un llamado a acogerse a la misericordia de Dios y de la Iglesia, sin dejar de someterse a la justicia legal. “Éste es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Ante el mal cometido (…) es el momento de escuchar el llanto de todas las personas inocentes depredadas de los bienes, la dignidad, los afectos, la vida misma” (19).

Por último, recuerda que la misericordia es un valor compartido también por el judaísmo y el islam, y considera que aquí hay otro punto en común para el diálogo interreligioso que “elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación” (23). Es, la misericordia, una pieza clave, a mi entender, en su pensamiento. Y puede serlo para la solución de muchos conflictos. Porque es una forma de amar.

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El mensaje ecológico de Francisco

La encíclica ‘Laudato Si’ es uno de los aportes más enriquecedores en torno a la crisis climática.

/ 6 de diciembre de 2015 / 04:35

El papa Francisco no se anda con vueltas. Entre otras cosas porque identifica su raíz humana; y acompaña los diagnósticos con denuncias, siendo la principal de ellas el sometimiento de la política al poder económico, que se erige en el auténtico soberano del que dependen todas las decisiones. Este poder, a menudo manchado de corrupción (y de sangre), pretende justificarse con la aplastante lógica tecnocrática de un desarrollo que nunca llega para las verdaderas necesidades humanas. Lógica vinculada a un modelo consumista que hace del mundo un inmenso basural. No valen argumentos cuando solo importa maximizar el beneficio para los pocos (individuos o clases políticas) que provocan una depredación sin límites, mientras muchos la sufren con grave riesgo para su supervivencia.

Los diagnósticos del Papa se apoyan en documentos consensuados por la mayoría de los países del mundo, como las declaraciones de Estocolmo (1972) y de la Cumbre de la Tierra (Río, 1992), la Carta de la Tierra (La Haya, 2000) o la Conferencia de Río (2012). Sin embargo, tales declaraciones, y las resoluciones adoptadas, son ineficaces. Urge lograr acuerdos que se cumplan, y marcos regulatorios globales que impongan obligaciones y que impidan acciones intolerables.

Hasta aquí la mirada abierta a los grandes escenarios. Pero creo que lo novedoso de la encíclica Laudato Si, que resume la preocupación del Papa respecto a la crisis climática, puede encontrarse en su capacidad de descubrir factores de cambio que en perspectivas globales resultan invisibles. Factores cuya magnitud actual no puede compararse con los monstruosos procesos de degradación planetaria. Fuerzas en apariencia insignificantes, pero que sumadas y alentadas pueden resultar decisivas. Un ejemplo: en algunos lugares se decidió recurrir a energías renovables. ¡Y han generado incluso excedentes! Consecuencia: “mientras el orden mundial existente se muestra impotente para asumir responsabilidades, la instancia local puede hacer una diferencia. Pues allí se puede generar una mayor responsabilidad, un fuerte sentido comunitario, una especial capacidad de cuidado y una creatividad más generosa”.
Francisco descubre puntos esperanzadores de luz en “jóvenes que luchan admirablemente por la defensa del ambiente”; en pueblos indígenas que saben vivir en armonía con la naturaleza y cuidar sus territorios; en “habitantes de barrios precarios” que son “capaces de tejer lazos de pertenencia y de convivencia”; en la familia, donde se aprende “a pedir permiso sin avasallar (…), a dominar la agresividad o la voracidad”; en “el amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo”. Y en la “innumerable variedad de asociaciones que intervienen a favor del bien común” a cuyo alrededor “se desarrollan o se recuperan vínculos y surge un nuevo tejido social local”.

Es “gracias al esfuerzo de muchas organizaciones de la sociedad civil” que “las cuestiones ambientales han estado cada vez más presentes en la agenda pública”. Nosotros también combinando esfuerzos, podemos “obligar a los gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos”; porque “si los ciudadanos no controlan al poder político (nacional, regional y municipal), tampoco es posible un control de los daños ambientales” (179).

Saludable contrapeso a las perspectivas que confían en sistemas impersonales o “recetas uniformes”. Las orientaciones del Papa no apuntan a identificar una solución, sino a sumarlas todas. Y entre ellas, el acento (aparente paradoja) está en el cuidado de los vulnerables. Esto solo parece posible desde una visión espiritual que valora a la vez la vida humana y el universo natural. Quien la comparta, por más limitado que se sienta, descubre que el mundo está (también) en sus manos.

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