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La banalidad del mal

Hannah Arendt habló de banalidad del mal después de presenciar el proceso judicial a Adolf Eichmann, un burócrata de las SS, responsable del exterminio de miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. El juicio se celebró en Jerusalén y Arendt lo siguió como enviada del New Yorker. Sus crónicas fueron publicadas primero en las entregas de la citada revista y luego reunidas en un libro titulado Eichmann en Jerusalem, cuyo subtítulo es justamente la banalidad del mal.

A Arendt le impresionó la cantidad de frases estereotipadas con las que se expresaba Eichmann, no podía creer que ese pequeño hombre fuera un criminal sanguinario, sino simplemente un funcionario público insignificante y mediocre que solo obedecía a sus superiores y las órdenes administrativas que le daban. Eichmann solo cumplía órdenes y su labor era una pequeña parte en una cadena de burocracia que se producía para conducir a los judíos a la muerte; sin embargo, no era consciente de que sus acciones fueran malas. Esta afirmación llevó a Arendt a una polémica por la que la calificaron de antisemita, pero también le llevó a preguntarse sobre el origen del mal. ¿Por qué Eichmann no pudo distinguir el bien del mal? ¿Es posible que los seres humanos sean simples instrumentos del mal sin darse cuenta de que lo son? ¿Será éste un riesgo de la burocracia que no piensa por temor a no cumplir las órdenes superiores? ¿El miedo a desobedecer podría volverse una constante que termine por convertirse en una acción normal? ¿Esta acción normal podría llevarnos a hacer el mal sin consciencia de que lo hacemos?       

En la película Hannah Arendt, dirigida por Margarethe von Trotta y protagonizada por Barbara Sukowa, el personaje de Arendt al finalizar la película se dirige hacia la ventana y cierra con estas palabras su historia: “El mundo estaba empeñado en hacerme entender que no tengo razón, y no se dieron cuenta del error más importante, que el mal no puede ser banal y radical al mismo tiempo, que el mal es una realidad extrema, pero nunca radical. Consciente y radical solo puede ser el bien”.

La sentencia de esta versión ficticia de Arendt es sumamente dura, hacer el bien nos demanda ser conscientes, pensar. Si solo seguimos la cadena de frases hechas o clichés, estamos condenados a la banalidad del mal, a la reproducción de tantos lugares anodinos y al riesgo de repetir esa burocracia de la obediencia y el miedo. Si bien pensar es lo contrario a tener soluciones definitivas, nos impide ser crédulos y obedientes, y en consecuencia se abre la posibilidad, tal vez mínima, de hacer el bien. Para Arendt pensar no nos hace libres, porque la libertad se muestra en la acción, en intervenir en el mundo; pero pensar nos permite actuar conscientemente y, como se afirma en la película, consciente y radical solo puede ser el bien.