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La historia como trampa

Un importante emprendimiento editorial de la Carrera de Historia de la UMSA con La Razón sobre historia de Bolivia comienza remitiendo al lector a los orígenes de los habitantes de las Américas. El capítulo de apertura recuenta las diferentes hipótesis especulativas sobre cómo llegaron los primeros pobladores del continente, desde dónde vinieron, por dónde ingresaron, cómo se desplazaron supuestamente desde Alaska hasta la Patagonia, etcétera. Todos crecimos bajo esta cinematográfica visión del génesis americano, repetida como salmo de generación en generación sin detenernos en cuestionamientos de sentido común. 

Si intentamos entender esta teoría a la luz de la versión bíblica de la vida, supondríamos que Dios creó al hombre y a la mujer y los puso en todas partes del planeta, menos en América. La América quedó vacía. El Padre creador habría cometido semejante omisión por descuido (todos nos equivocamos), o por castigo (esas tierras no merecían desarrollar vida humana propia), o por el plan divino (esas tierras estarán reservadas para beneficio de quienes por allá asomen).

Si leemos la fábula de las migraciones poblacionales hacia nuestro continente bajo la premisa del Big Bang, colegiríamos que la gran explosión universal suscitó un infinito proceso de evolución por el cual se desarrolló vida en nuestro planeta en distintas formas y manifestaciones. Una de ellas sería el ser humano, consecuencia suprema en la progresión de millones de años. Si esto es así, ¿por qué la América habría quedado atrofiada en ese impulso cósmico, habiéndose formado en ella todos los ecosistemas: bosques vitales, cordilleras colosales, planicies inabarcables, cuencas descomunales, desiertos misteriosos y diversidad biológica maravillosa; todo, menos seres humanos? Machos y hembras de homo sapiens aparecieron entonces en la gélida Europa, en el África ardiente, en el Asia inabarcable, en la Oceanía enigmática; pero no en América. ¿Seguiremos aceptando ese absurdo para explicar nuestro origen?

Detrás de la persistente idea de que nuestro continente debe la existencia de humanos al favor poblacional de otros humanos, hay una intención colonialista y hegemónica. Explica las invasiones de los últimos siglos como hechos “naturales”, y justifica la expoliación como un derecho del que primero “llega”. Lo sabemos, pero no es lo más grave. Lo realmente preocupante es que una aproximación escrita a nuestra historia, de última data, o una sala del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (creada en gestión pasada), o la rutina escolar insistan en proclamar que la América se pobló cuando hace mucho tiempo unas gentes vinieron de no sé dónde porque aquí no había nadie…

La historia es una construcción, y como tal deberíamos encararla, partiendo de revisar todo lo que nos contaron, evitando caer en la repetición irreflexiva de teorías disparatadas y en el sometimiento a una historiografía que perpetúa nuestra dependencia. Podríamos, por ejemplo, tomar como fuente a los mitos de origen de estos pueblos con los que Europa se tropezó en su navegación a tientas, y constatar que ninguno de ellos refiere a peregrinación alguna en su origen vital.

Las tinieblas, el agua, el sol o el soplo de sus dioses los establecieron en estas tierras mágicas y se las entregaron para su asombro y bienestar. Y así lo narran todos: urus, chipayas, guaraníes, aymaras, quechuas, para solo hablar de las culturas originarias de Bolivia, que —por lo demás— devinieron en civilizaciones.  

La metodología que valida la historia solo por respaldo de documentos escritos es una trampa tendida por quienes escriben documentos, en la que frecuentemente quedamos inmovilizados quienes provenimos de tradiciones orales. El desafío es reconstruir la memoria, y para eso es necesario leer y escribir, sí; pero sobre todo es fundamental escuchar las voces vivas de las culturas y pensar. Pensar mucho.

Es compositor.