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México (no tan) lindo

Por la ventana angosta del avión miraba cómo una lluvia torrencial caía sobre el aeropuerto Benito Juárez. Tenía la impresión de que esa atmósfera se convertiría en un hálito fantasmal, por el humo que se desperdigaba por todo el ambiente, debido a la contaminación atroz del DF, y que en cualquier momento se desplomaría un pájaro muerto sobre la pista de aterrizaje.

¿Será el ritual de corolario de mi visita a estas tierras de Emiliano Zapata?, me preguntaba. En la figura de aquel personaje de la lucha social se comprime simbólicamente aquella insurgencia que anida en las mismas entrañas de la sociedad mexicana, poniendo recurrentemente en jaque al poder establecido. Aunque suene a paradoja, esa insurgencia política, a diferencia de Bolivia, nunca llegó a socavar las estructuras dominantes.

No es solo ese aire contaminado que oscurece el resplandor de ese lindo país, el México de hoy está atravesado por un aura de oscurantismo: narcotráfico, violencia, desaparecidos. Esto constituye una marca aterradora que hace de México un país del miedo, frente a lo cual muchos teóricos van desempolvando teorías añejas asociadas al terrorismo de Estado.

El semiótico colombiano Armando Silva decía que el graffiti tiene la particularidad de escribir aquello que está prohibido o censurado. Como si fuera parte del legado colonial, a diferencia de otras ciudades latinoamericanas —pienso por ejemplo en Quito, donde están desparramados los escritos en las paredes y en las calles— en la Ciudad de México se percibe la ausencia de graffitis. Uno debe buscar con lupa y quizá puede toparse con este mensaje: “Nos faltan 43”, en alusión a los 43 estudiantes normalistas desaparecidos de Ayotzinapa; icono de un reclamo general para que la impunidad no salga airosa, tal como se pretende. Así, ante mis ojos, este graffiti se me reveló como un escrito hereje, mucho más cuando advertí que en la misma pared, muy cerca y con letras pequeñas, estaba sellada la advertencia: “Quien pinte estos muros será consignado”; casi coincidente con las palabras de Hernán Cortés respecto a los agravios que le escribían en las paredes de su casa, también en Coyacán: “Muro blanco, papel de necios”.

Ese clima de impunidad estatal produce desazón. Un amigo mexicano me confesaba que se siente huérfano de un Estado que no se anima a hurgar el avispero, porque es parte de ese engranaje del terror que hace de la impunidad una forma de gobernar. El recorrido de las drogas, por ejemplo, es una de las causas para las desapariciones en Chilapa, donde las corporaciones policiales están infestadas hasta el cuello por el narcotráfico. La espectacular e insólita desaparición del narcotraficante El Chapo Guzmán de la cárcel de máxima seguridad del Altiplano deja vestigios para afirmar que el México de hoy va encaminándose infaliblemente hacia la hecatombe.

Mientras tanto, a seis meses de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, sus familiares llevan el dolor a cuestas y, aun peor, con la esperanza de encontrar a sus seres queridos, lo que los agota inexorablemente, causándoles una impotencia descomunal al comprobar que tienen un Estado que les abandona en un valle de lágrimas. Aunque suene a metáfora, es la escena del México actual, que hace de sus habitantes cautivos del miedo y de la impotencia, ante una violencia que alcanzó dimensiones inefables. Ni siquiera el canto de un mariachi en la plaza de Garibaldi puede apaciguar esta situación de pesadumbre.