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¿Cuándo nos cansamos de luchar?

Gula: la visita de la vieja dama promete y cumple. La adaptación de la tragicomedia clásica del suizo Friedrich Dürrenmatt a cargo de Eduardo Calla (y su grupo Escena 163) cuenta con una gran ventaja: bajo el auspicio de la embajada helvética se consigue juntar a una verdadera selección del teatro paceño, cada uno en su posición. El tridente formado por Patricia García, David Mondacca y Cristian Mercado sostiene con gran presencia sobre el escenario toda la obra.

Gula nos interpela a todos (por fin, la interactuación con el público es sutil): a ti también te espera una doña para pedirte cuentas. Desde el inicio de los tres primeros actos y en el epílogo, a través de esa herramienta maravillosa llamada humor (aparentemente ligero), Calla coloca la pelota en la cancha del espectador y dispara: ¿tenemos precio? ¿Es el mundo un gran burdel? ¿Se puede comprar un pueblo “unido”? ¿La Justicia se vende al mejor postor? ¿Asesinarías por mil millones para salvar a tu familia? ¿El amor tóxico y la venganza son el pan nuestro de cada día? ¿La humanidad entera es un asco? ¿La gula es un pecado y el hambre espiritual, una necesidad insatisfecha? ¿Por qué todos callamos?

Calla sale de su zona de confort y vuelve a asombrar: la simbiosis entre el mundo de Dürrenmatt y su universo particular (kitsch, alborotado, pasional y exuberante) nos vuelve a colocar ante uno de los directores más sabios e intuitivos del joven y pujante teatro latinoamericano. Patricia García (la vieja dama) sorprende con un personaje vengativo y cruel (sin caer en el exceso; contenido como solo Calla y Marcos Loayza, ambos directores suyos en pasadas obras, saben hacerlo); David Mondacca (el héroe y villano, don Elías) vuelve a confirmar lo que ya sabemos (es probablemente el mejor actor del teatro boliviano por potencia, voz, evolución psicológica, tablas, movimientos, gestos sutiles, brío…) y Cristian Mercado (el alcalde) es presente, futuro y estandarte del teatro boliviano (haga lo que haga siempre está bien, creíble y convincente). Cuando los tres desaparecen del escenario, el resto del reparto (coral) no consigue mantener el elevado listón, aunque sería injusto no destacar al otro sólido trío: Bernardo Arancibia (el policía), Carlos Ureña (el maestro) y Percy Jiménez (el cura).

Pero un tridente dirigido a la perfección por un gran director no hace jugar bien a todo un equipo: se necesita a los “obreros” para hacer el trabajo “invisible”. Escenografía, producción de video, vestuario y movimientos coreográficos llegan para poner la cereza sobre la torta, sobre el ataúd ausente y presente. Gonzalo Callejas (Teatro de los Andes) diseña una escenografía versátil, contemporánea (a la vista) y sorprendente (con su magia viajamos hacia una estación con niebla, un bosque de besos, un helicóptero celestial o una cena alegre). El cineasta Álvaro Manzano consigue lo imposible: el video suma y no resta, aporta (y mucho, gracias al portento de Luis Bredow) y no estorba. Los vestidos de Paola Oña son un lujito aparte, un deleite para tus ojos. El maquillaje de Paola Romay obra el milagro: García y sus penetrantes puros habanos (¿existe un olor intenso más evocador?) transforma a la actriz en la pesadillesca doña Clara. Y la coreografía nos devuelve a las cacerías griegas de la vieja y querida Atenas, al Coliseo Romano de la televisión basura y las redes sociales: levantamos o bajamos el dedo, como personaje colectivo, para salvarnos y condenarnos al mismo tiempo. ¿A esto llamamos vivir?

Gula y Fuenteovejuna no son pasado, son presente. Doña Clara es universal y será bienvenida siempre, como Mister Marshall, como los salvadores de ayer, como el horror. No te hagas, tú también eres culpable y cómplice. Gulenses todos: abajo la dictadura del capital, muera la tiranía “clarista”, don Elías vive, carajo. ¿Cuándo nos cansamos de luchar?