La casa de marfil
La crisis de San Simón ha tenido la virtud de confrontarnos con un espejo poco complaciente

Las universidades públicas son instituciones altamente complejas, por la diversidad de funciones que cumplen, pero también por efecto de las acciones desatadas por actores con poder e intereses, particularmente por las corporaciones de docentes y estudiantes. La complejidad es tal que un experto en la materia las definió como “anarquías organizadas”.
En Bolivia, durante la última década esta complejidad se ha incrementado como consecuencia de transformaciones estructurales producidas al interior del ámbito universitario: la masificación de la matrícula y la expansión de la oferta académica. Solo un dato puede respaldar esa afirmación; en la última década varias universidades bolivianas han doblado su población estudiantil. Pero los escenarios de conflicto no derivan, como en el pasado, de la confrontación con el Estado. No, pues existe una relación benevolente o inercial entre el Gobierno y las universidades; sencillamente no existe una política de educación superior orientada a evaluar la calidad de los procesos universitarios.
El conflicto es interno y es un conflicto de poder. Esto no es casual, pues el poder es el factor estructurante de las instituciones complejas, como lo demuestra el dramático caso de San Simón. Dicho brevemente, el sistema de gobierno basado en la autonomía y el cogobierno ya no puede procesar las demandas de los actores ni puede resolver los conflictos en el marco institucional. Las normas internas no se cumplen, sea porque su obsolescencia las vuelve inaplicables, sea porque ellas son “negociadas” para satisfacer las presiones de los gremios y facultades. La crisis involucra también la erosión de la autoridad legítima y, sobre todo, el debilitamiento de las creencias y valores que fundan la comunidad académica, esas visiones contenidas en el discurso reformista (forjado desde 1928) han sido sustituidas por una representación de la “U” como un campo de guerra donde moran “enemigos” que deben ser derrotados.
Esta situación ha fortalecido las capacidades de los gremios para agregar demandas y ejercer su autoridad fuera de los órganos formales de gobierno. Es triste decirlo, pero las opiniones de los académicos no tienen ninguna relevancia para la toma de decisiones. Adicionalmente, la inercia en la relación con el Estado y las formas difusas de conexión con actores externos (el sector productivo, por ejemplo) han culminado en escenarios de aislamiento que nuevamente la han convertido en una torre de marfil. Es particularmente grave la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas. Pero seamos justos y optimistas, pues la crisis de San Simón ha tenido al menos la virtud de confrontarnos con un espejo poco complaciente. Es el primer paso para salir del laberinto.