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Byung Chul Han

/ 17 de agosto de 2015 / 06:30

Byung Chul Han es un filósofo surcoreano que después de estudiar metalurgia comprendió que lo suyo es la filosofía, se instaló en Alemania y se interesó en la filosofía de Hegel, Nietzsche y Heidegger; y hoy es uno de los nuevos filósofos alemanes más leídos, disputando su popularidad con Sloterdijk, Habermas o Richard David Precht. Aunque la popularidad nunca es buen compañero de la calidad del filósofo, Byung Chul Han es una excepción.

En una entrevista reciente señalaba con cierta ironía que mientras estudiaba filosofía también aprendía el idioma alemán, pues “para estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con leer una página por día”, señalaba en la referida entrevista. Es autor de obras como Psicopolítica, La sociedad del cansancio, La agonía de Eros o La sociedad de la transparencia, en las que plantea una serie de paisajes patológicos que caracterizan al trabajo y a la sociedad contemporánea. Para Han, la sociedad del trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre, el trabajo se ha extendido como un sin sentido en nuestras vidas, impulsado por un individualismo de realización personal casi enfermiza, que presenta una serie de obstáculos a la posibilidad de compartir algo al punto que para Han el comunismo hoy en día se vende como mercancía.

En una de sus últimas obras publicadas en español titulada El aroma del tiempo (Herder, 2015), Byung Chul Han considera que quien no puede morir a tiempo, perece a destiempo. Para Han es necesario volver a recuperar el sentido de vivir, la contemplación de vivir y, en consecuencia, recuperar el sentido de morir. Aprender a vivir supone aprender a morir y evitar en este sentido la disincronía o dispersión temporal. Entendamos esta idea, imaginemos que hemos perdido el tiempo y por ello nos ha dejado el tren, nos ha dejado el avión o hemos perdido la oportunidad de iniciar una negociación que nos beneficia. Cuando la corriente del tiempo nos deja, quedamos en una dispersión temporal, nos hemos bajado de esa flecha de acción que otorgaba sentido a lo que hacíamos. Es como estar en el aeropuerto con un vuelo retrasado que no sabemos cuándo saldrá, y ya llevamos días con el miedo de abandonar el aeropuerto. Perder el sentido de vivir, salirse de la corriente del tiempo es lo que hoy caracteriza al mundo en el que vivimos. Una especie de esquizofrenia temporal.

Entonces, qué significa estar a tiempo, pues significa tener sentido de la vida y estar vivo. Significa recuperar la contemplación sobre la vida. Aristóteles apreciaba el tiempo y la contemplación, porque ésta era la que le permitía darle un sentido a la vida. Bienvenido al surcoreano Byung Chul Han, un aire nuevo a la filosofía, muchos de sus libros deben estar a la venta en la feria del libro que se lleva a cabo en La Paz.

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Derecho Penal mínimo

/ 14 de marzo de 2016 / 07:30

La base de una reforma de la justicia penal en clave democrática y ciudadana debe cambiar la pregunta ¿cómo nos gustaría que traten a los que cometieron un delito?, a la siguiente pregunta ¿cómo nos gustaría ser juzgados si nos acusan de haber cometido un delito? Si pensamos en que nosotros o nuestros seres queridos podrían ser juzgados penalmente, entonces se puede comprender por qué es necesario tratar como inocente a la gente que no tiene sentencia y por qué es necesario que el proceso penal no sea un castigo anticipado.

La CPE apuesta por comprender al Derecho Penal como uno limitado. Conforme a lo dispuesto en el Art. 114 se prohíbe de toda forma de tortura, desaparición, confinamiento, coacción o exacción. El sistema de penas se resume a sanciones privativas de libertad, siendo la máxima de 30 años sin derecho a indulto, y que solo puede aplicarse a condición de ser oído y juzgado previamente en un debido proceso (Art. 117) a condición de tratar del acusado durante todo el proceso como inocente (Art. 116), y con la condición además de que la sanción se base en una ley anterior al hecho punible (Art. 116). Asimismo el parágrafo III del Art. 118 establece que las sanciones privativas de libertad están orientadas a la educación, habilitación e inserción social de los condenados, con respeto a sus derechos, en concordancia con lo establecido en el Art. 74, que establece la responsabilidad del Estado de la reinserción social de las personas privadas de libertad, así como el respeto de todos sus derechos, además de establecer las garantías y oportunidades para que las personas privadas de libertad puedan trabajar y estudiar en los centros penitenciarios. Es decir que la CPE presenta las posibilidades para pensar un Derecho Penal descentrado de la función de venganza propio del sistema penal clásico.

A momento de descentrar la función de venganza, una reforma penal debería evitar ingresar en áreas que pueden ser tratadas por el Derecho Civil o el Derecho Administrativo. Asimismo el sistema penal debería evitar ser tomado como una amenaza del Estado o como el uso del poder punitivo público para venganzas personales, y empezar a pensarse como una reivindicación de la comunidad, como una herramienta de utilidad a la comunidad (pensada, debatida y deliberada por la comunidad) y no de amenaza a la misma. Es decir que el Derecho Penal debe ser concebido como de ultima ratio o de mínima intervención.

Las penas deben de dejar de ser una materia que es tratada y aplicada por verdugos en busca de venganza o control, y debe ser parte del debate ciudadano por un nuevo derecho. La Constitución boliviana brinda las posibilidades para repensar estas condiciones, lo que resta está en manos de un debate ciudadano apoyado por los legisladores.

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Creencias

/ 4 de enero de 2016 / 04:00

Estas fechas en las que se celebra Navidad, Año Nuevo y Reyes sirven para mostrar cómo funcionan las creencias. Siguiendo las reflexiones que el filósofo esloveno Slavoj Zizek hace sobre la película La vida es bella, me animé a hacer un experimento navideño.

En la cena de Nochebuena que compartí con unos amigos que ya son papás, ellos fingieron que fue Papá Noel quien dejó los regalos de Navidad bajo el árbol. Me animé a preguntarles, sin que los niños escuchen, si en verdad creen en el Viejo Pascuero. —Por supuesto que no, lo hacemos por los niños, me respondieron. Después, aprovechando un descuido de los padres, les pregunté a los niños si creen que Papá Noel dejó los regalos bajo el árbol. —Por su puesto que no, no somos idiotas, lo hacemos por nuestros padres, ellos creen que nosotros lo creemos, me respondieron. Este experimento me reveló una de las facetas de las creencias en la que nadie cree, pero que concurrimos a creerlas porque hay un otro que debe de creerlas.

Se puede aplicar este ejemplo a muchas otras cosas, por ejemplo nadie cree que Eva hubiera salido de la costilla de Adán, pero por ello no mandamos a la Biblia a las obras de ficción; así como nadie cree en los socialismos y ecologismos que se propagan en el mundo, pero no por ello les exigen a los partidos a que cambien sus nombres. Los gobernantes de algunos países —dizque— socialistas se comportan como los padres frente al árbol de Navidad, creen que sus pueblos creen que las medidas que ellos toman son socialistas y hasta incluso ecologistas, aunque de verdad no lo sean. Sin embargo, los pueblos concurren a fingir que creen que así lo son, porque de una forma u otra concurren a legitimar las formas en las que los gobernantes se eligen; dicho de otro modo, son su responsabilidad.        

Cabe preguntarse, ¿cuál es la utilidad de creer que el otro cree y aun así, pese a que se sepa que es posible que éste otro no lo crea, se mantiene la mentira? Una respuesta puede ser que se lo hace por mantener el orden social; pero si fuera así, todo orden se basaría en una mentira que todos sabemos y que sin embargo jugamos colectivamente a creer, es decir que no habría más orden que aquel que se extiende como creencia.

El ejemplo que daba Zizek sobre la película La vida es bella radicaba en que la película hubiera tenido un giro más sorpresivo si el niño al que el padre le hace creer que se encuentra en un concurso para ganar un tanque hubiera sabido todo el tiempo que estaba en un campo de concentración y que fingía solo por su padre. Hubiera sido un giro de dignidad, pues de esta manera podría decir, como me dijeron esos niños la noche de Navidad: “No soy idiota, si actúo así lo hago por mantenerlos entretenidos en la película”.

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La lentitud es bella

/ 26 de octubre de 2015 / 04:00

Todos los meses de octubre en la ciudad de Wagrain (Austria) se celebra la conferencia anual de la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo. Es el lugar donde se reúne el movimiento slow, que tiene un principio de declaración: la lentitud es bella.

Para entender a este movimiento vayamos al otro extremo. En el Japón se denomina karoshi a la muerte por exceso de trabajo. Una de las víctimas más famosas de la karoshi fue Kamei Shuji, un agente de bolsa que trabajaba 90 horas a la semana. Su empresa pregonaba su hazaña en boletines y textos de adiestramiento, era el ejemplo del trabajador a seguir: puntual, sin familia ni distracciones y, por sobre todo, acelerado. Shuji murió de karoshi a los 27 años; le dio un ataque cardiaco por concentrar tanta tensión y trabajo. Según un informe del Gobierno japonés, en 2001 en el país asiático sumaron 143 las víctimas mortales de karoshi, la enfermedad de hacerlo todo más rápido. A su vez, en Gran Bretaña y en Estados Unidos más de 1 millón de trabajadores no acuden cada año a su fuente laboral por estrés, debido a la aceleración de su carga laboral.

El movimiento slow intenta denunciar esta aceleración del tiempo en nuestra forma de vida, por ejemplo, la prisa que tienen los fabricantes de software que sacan sin las pruebas necesarias las nuevas versiones de programas que luego registran una serie de fallas técnicas justamente porque muchas cosas no deben hacerse a un ritmo tan acelerado. Continuando con las nociones de lectura veloz, comida rápida, vuelos rápidos, fast thinkers, la aceleración del tiempo se ha convertido en una mercancía que está causando mucho daño a la humanidad.  

Para el movimiento slow, esta tendencia de acelerar el tiempo vivido es el resultado del capitalismo industrial, que se alimenta de la velocidad de los trabajadores desde el siglo XIX. Y es que a mayor velocidad, la producción y el consumo se encuentran garantizados. Este movimiento propone la noción de tempo giusto, un concepto musical que quiere decir el tiempo adecuado. En este sentido, cada ser vivo, cada acontecimiento, cada relación, proceso u objeto tiene su propio tiempo o ritmo coherente; el ser humano debe buscar este equilibrio en su vida cotidiana y hacer las cosas a su debido tiempo y con su debida aceleración. El movimiento slow propone llevar esta idea a cosas tan básicas como el sexo, la lectura, la comida. ¿Tiene sentido leer a Stieg Larsson o a Roberto Bolaño aplicando lectura rápida, hacer el amor en la mitad de tiempo normal, o cocinar todas las comidas con un microondas? La respuesta, sin duda, es no.

Lo que el movimiento slow busca en otras partes del mundo lo llaman “vivir bien”, es decir, recuperar intensamente el presente del vivir con dignidad y sin la velocidad de la producción desmedida del llamado turbocapitalismo.

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Tutela judicial

/ 8 de junio de 2015 / 07:15

La protección oportuna y la realización inmediata de los derechos e intereses de las personas por parte de los jueces y tribunales es conocida por la doctrina constitucional como tutela judicial efectiva, y se encuentra plasmada en el Art. 115 de la CPE boliviana. Uno de los antecedentes de esta garantía puede encontrarse en los aportes de Georg Jellinek en 1892. Para Jellinek, lo que caracteriza al Estado moderno es el reconocimiento del individuo como persona y a la vez como sujeto de derechos; es decir, un sujeto apto para reclamar con eficacia la tutela jurídica del Estado.

El hecho simple de que el sujeto sea parte de un Estado es relevante desde el punto de vista jurídico. En esa perspectiva, las pretensiones jurídicas que resultan de tales condiciones son lo que se designa por derechos subjetivos públicos. Éstos consisten, así, en pretensiones jurídicas frente al Estado, resultantes directamente de situaciones o condiciones jurídicas.

Si bien el acercamiento de Jellinek a la tutela judicial efectiva es realizada desde una perspectiva eminentemente liberal, durante el siglo XX la referida tutela se fue extendiendo a todos los derechos constitucionales, es decir, todos los derechos que se encuentran en la CPE y no solo a los derechos liberales, sino también a los sociales, colectivos, económicos, entre otros. En este entendido, históricamente, el derecho a la tutela judicial efectiva se fue desplazando al principio pro actionis plasmado en el Art. 8 de la Declaración de Derechos Humanos de 1948 (derecho de toda persona a un recurso efectivo ante tribunales), y logró plasmarse en una norma fundamental en el Art. 19 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, mismo que señala que toda persona cuyos derechos sean vulnerados por el poder público podrá recurrir a la vía judicial. Si no hubiese otra jurisdicción competente para conocer el recurso, la vía será la de los tribunales ordinarios.

La tutela judicial efectiva es, en consecuencia, el derecho que tiene toda persona, sea individual o colectiva a la protección de sus derechos e intereses legítimos por parte de los tribunales y jueces.  Debe enfatizarse en el carácter efectivo de la tutela; es decir, justicia pronta, oportuna y que restituya en actuaciones jurisdiccionales los derechos e intereses en cuestión.

Existe un debate sobre la posibilidad de que autoridades de la jurisdicción indígena originaria campesina puedan también otorgar esta tutela, atendiendo acciones de defensa o conociendo acerca de posibles vulneraciones de derechos e intereses legítimos; de esta manera la jurisdicción indígena originario campesino se articula a la justicia constitucional en observancia al pluralismo jurídico y a la naturaleza plurinacional del Tribunal Constitucional boliviano.

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¿Cómo fallan los jueces?

/ 19 de enero de 2015 / 09:00

Duncan Kennedy, profesor de Derecho de Harvard y fundador de los Critical Legal Studies, ha reflexionado e investigado acerca de la manera en la que la ideología influencia los fallos de los jueces. A diferencia de las tradicionales teorías jurídicas, Kennedy considera que las normas no son guías, sino restricciones para resolver casos. Los jueces, en consecuencia, al adaptar la norma a un caso concreto deben interpretarla. Pero en el acto interpretativo la ideología se inmiscuye.

Kennedy considera que hay tres tipo de jueces: los activistas (que buscan una sobreinterpretación de la ley, hasta casi reinventarla); los mediadores (que buscan un punto medio); y los bipolares (esquizofrénicos que varían sus fallos de acuerdo con sus temores o preferencias circunstanciales). Los tres tipos de jueces tienen en común estar mediados por la ideología, pues en el primer caso (los activistas) su sobreinterpretación está mediada por lo que ellos consideran “bueno” a la luz del sistema político, cultural y económico en el cual han sido criados y educados. Lo mismo para los mediadores que buscan un punto medio como canon de justicia, a partir de lo que ellos también consideran “bueno”. Los bipolares siempre están mediados y abstraídos por preferencias y temores que también son ideológicos y culturales.

Estos sesgos ideológicos cobran mayor importancia si se analiza a jueces de un tribunal que atiende casos de diferentes Estados, culturas e ideologías, como es el caso de la Corte Internacional de Justicia (CIJ). El profesor de la Universidad de Chicago Eric Posner y su estudiante Miguel F.P. de Figueiredo han investigado si las resoluciones de la CIJ pueden ser consideradas “sesgadas”. Sus resultados son más que interesantes. Según Posner y De Figueiredo, los jueces de la CIJ favorecen en sus fallos a aquellos Estados que son similares a sus Estados de procedencia en las dimensiones de cultura, régimen político y riqueza. Es decir, los jueces favorecen a sus afines.

Dada la composición actual de los jueces de la CIJ, estas dimensiones se traducen en cumplimiento de derechos humanos, pluralismo político, democracia y apertura comercial y económica al mundo, es decir, modernidad. La última elección de jueces ha dejado una CIJ con una presencia anglosajona muy fuerte y de comprensión del Derecho como Common Law. Desde el 6 de febrero, día que posesionarán a nuevos jueces, la CIJ no tendrá a ningún magistrado cuya lengua materna sea el español.

Ni Posner ni De Figueiredo, mucho menos Kennedy, consideran que los jueces puedan ser imparciales y objetivos al aplicar el Derecho. Sus hipótesis buscan reafirmar el juego político que está detrás de lo jurídico. Y este juego político no es solo con el oponente, sino también con el juzgador.

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