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¿El fin del buen salvaje?

En su tercer viaje a América, Cristóbal Colón dijo haber arribado a un lugar atiborrado por un entorno exuberante, semejante a un paraíso terrenal. En efecto, más allá de la construcción de la narrativa cristiana, seguramente ese lugar se parecía al jardín del edén. Incluso tal parece que cuando el navegante italiano observó tanta maravilla, su imaginación se desbordó, atribuyendo todo tipo de bondades a los “naturales”, como se calificaba a los indígenas en los documentos coloniales de aquella época. Así nació en el imaginario colonial la figura del “buen salvaje” (e igualmente su contrario, la del “mal salvaje”) para usarse como dispositivo cultural orientado a legitimar la dominación colonial.

Desde Rousseau y Hobbes, se asume a los individuos como esencias naturales y preexistentes, sin percatarse que son básicamente consecuencias de tecnologías históricas de poder, más aún si son coloniales.

De allí que el indígena también sea un producto de las relaciones sociales; por lo tanto, siguiendo a Michel Foucault, es consecuencia del ejercicio de poder sobre su ser. De esta manera, la idea del buen salvaje se erigió como aquel discurso legitimador de la visión paternalista respecto al indígena, ya que se lo concebía un ser casi angelical e inocente que debía ser salvado y encaminado por las luces de la “civilización”. Por el contrario, igualmente devino la idea de rescatar de ellos valores sublimes para la convivencia de los hombres y de éstos con la (propia) naturaleza. En ambos casos se concebía al indígena como la encarnación de la piedad y lo más humano.

En el caso boliviano, este mito del buen salvaje se hizo presente en el contexto de la puesta en marcha de la descolonización, se remozó la idea que el indígena es el portador de todos aquellos valores supremos necesarios para acuñar un nuevo orden “civilizatorio”. Y obviamente se le localizó, por lo menos en la nueva Carta Magna, en el eje de la construcción del Estado Plurinacional.

Sin embargo, la revelación de los casos de corrupción que implican a no pocos dirigentes indígenas, donde el asunto del Fondo Indígena quizás es el ejemplo más paradigmático, marca una inflexión inequívoca para desestructurar aquella idea esencialista asociada al mito del Buen salvaje. En reiteradas oportunidades, el propio presidente Evo Morales ha señalado que los pueblos indígenas eran la reserva moral de Bolivia e incluso del mundo. Empero, hace poco el Mandatario puso en duda esta afirmación, sosteniendo que, por culpa de algunos dirigentes “deshonestos”, el movimiento indígena habría dejado de ser aquella reserva moral que antes se le atribuía.

Bajo esas consideraciones, el indígena, como referente axiológico del proceso de cambio, ya no estaría de moda, hasta vendría a ser una noción políticamente incorrecta en los pasillos del poder, salvo como una simbología que aún soporta y posee eficacia en la imagen presidencial. En la misma sociedad, en los últimos años la noción idílica sobre los pueblos indígenas se evapora cuando suman las denuncias de corrupción que involucra a sus dirigentes, sin haber la voluntad política para esclarecer los hechos.

Esta realidad trastoca, pues, las visiones construidas en determinados ámbitos intelectuales y activistas que invitan a asumir al indígena como alternativa descolonizadora para un Vivir Bien. En este contexto, el indígena, al igual que los “otros” —como diría Silvia Rivera— llevan a cuestas la huella colonial y, por lo tanto, son productos y (re)producen el colonialismo interno.