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El Mediterráneo: entre el crucero y la cruz

Las vacaciones estivales son un rito inaplazable para los europeos de todas las clases, y es el mítico mar Mediterráneo, con sus variadas costas, el espacio más apreciado para captar el sol en sus playas y la sal de sus aguas. Sin embargo, hoy es —como lo fue ayer— el histórico escenario del choque de civilizaciones. Si antes se disputaban allí las rutas comerciales (empezando por los fenicios y pasando por los romanos, griegos, cartagineses, bizantinos, otomanos, cristianos e islámicos), ahora las mayores tensiones geopolíticas colidan en los bordes de sus 2.500.000 kilómetros cuadrados.

La franja de Gaza, atrapada por el neocolonialismo israelí, se baña frecuentemente de sangre. Siria, con su interminable guerra civil, sufre centenas de miles de muertos y expele más de un millón de refugiados. La irrupción del Estado Islámico (EI) ha arrastrado a Turquía y a los países magrebinos en el conflicto. Y las plácidas riberas españolas, francesas e italianas deben erigir muros y barricadas para contener las ondas de inmigrantes ilegales, dispuestos a llegar a esa tierra prometida o perecer en el intento.

Simultáneamente, indiferentes ante esas peligrosas situaciones, surcan las olas, con estupenda elegancia, enormes barcos de hasta 100.000 toneladas, arrastrando edificaciones de 15 o más pisos, donde 2.000 pasajeros, durante una o dos semanas, disfrutan de cabinas ultramodernas, restaurantes de cinco estrellas, discotecas de música diversa, piscinas para grandes y chicos, boutiques de marcas lujosas, cafeterías abiertas las 24 horas, gimnasios completos, salones de masajes, veloces ascensores, bares diferentes, casinos bien equipados, canchas de minigolf y de baloncesto. Teatros para más de 1.000 espectadores ofrecen todas las noches espectáculos de colorido cabaret. Estos servicios son atendidos por 700 empleados inmaculadamente uniformados, reclutados entre hondureños, salvadoreños, brasileños, indonesios o filipinos que trabajan siete meses al año con pausas no pagadas de cinco meses. En cada escala, sea Marsella, Cannes, Palma de Mallorca, Ibiza, Amalfi, Salerno, La Spezie u otras, se programan excursiones por tierra cabalmente sincronizadas. Esa maravillosa vida excluye el uso del dinero en efectivo, y favorece la vigencia de un cartón de magia digitalizada que abre todas las puertas, respaldada en aquella inagotable tarjeta de crédito.

Una utopía perfectamente organizada, que vende por algunas jornadas la ilusión de esa supuesta afluente democracia. Quienes gozan de esos privilegios constituyen la sociedad igualitaria, pero poliforme, que se detecta en las albercas: turistas obesos y sexagenarias que, con el auxilio de tinturas y afeites singulares, tienen la osadía de empaquetarse en ajustados bikinis, escoltadas por maridos que cargan la decrepitud de sus abultados vientres con resignada dignidad. También los hay jóvenes musculosos y curvilíneas adolescentes que recrean la vista y avivan la papilla gustativa. La fase amarga del festín es escuchar las tenebrosas noticias que dan cuentan de que en esas mismas aguas fueron rescatados, en un solo día, centenas de negros cadáveres de migrantes que no pudieron llegar hasta la orilla de la isla italiana de Lampedusa. Entonces, la champaña sabe más agria, la música se torna odiosamente estridente y las risotadas, antipáticamente inusitadas.

La conciencia comienza a jugar su impertinente rol de fiscal y juez, y su implacable sentencia nos condena a desembarcar la nave y volver al trabajo creador, relegando ese ocio para cuando el mundo sea más justo.