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Colombia: ¿hacia una paz definitiva?

El nuevo acuerdo coloca al proceso de cara a su resolución definitiva como nunca antes en la historia.

/ 27 de septiembre de 2015 / 07:04

La sensación es ampliamente compartida: con lo sucedido el miércoles en Cuba, los diálogos entre el Gobierno colombiano y las FARC, orientados a solucionar el conflicto armado que lleva más de cinco décadas, alcanzó un punto de irreversibilidad y se encamina, después de casi tres años, a la tan ansiada resolución definitiva.

La inédita visita del propio Santos a la mesa de negociación en La Habana, y el simbólico encuentro con el líder de la insurgencia, Timochenko, fue una señal de que algo trascendente iba a ocurrir. La otra, que a su vez justificaba la presencia del Mandatario, fue la relevancia del anuncio: después de más de un año de discusión, las partes llegaron a un acuerdo en el punto más espinoso de la agenda referido a la justicia transicional, que establece el tipo de condenas a los responsables y los modos de reparación a las miles de víctimas que acumuló el conflicto.

Aun sin detalles finos del acuerdo, lo trascendido del mismo permite sostener que favoreció a las FARC… en principio, porque lo acordado se aplicará tanto a los miembros de la guerrilla como a militares y a todo personal del Estado involucrado directa o indirectamente en el conflicto, lo que inhabilita las lecturas sobre una supuesta rendición de los insurrectos. Segundo, porque se creará un tribunal ad hoc especial para los juzgamientos, en cuya selección de los magistrados participará también la guerrilla. Tercero, y más general, porque todo el acuerdo está atravesado por una concepción de justicia restaurativa, que apunta a una reparación de los daños y a una búsqueda de la verdad antes que a un punitivismo puro y crudo.

El Gobierno también obtuvo lo suyo: logró que la dirigencia de las FARC, además de reconocer su responsabilidad, aceptara someterse a un proceso judicial con condena, algo que hasta ahora habían rechazado con intransigencia. Por otra parte, el tono salomónico del acuerdo se muestra como una resolución equilibrada a una tensión entre dos derechos que parecían difíciles de conciliar: el de las víctimas a ser resarcidas y el de los insurrectos a revelarse.  

El otro punto relevante conocido el miércoles fue la fecha límite para la conclusión definitiva de los diálogos, fijada para el 23 de marzo, algo que ayudará a calmar las ansiedades y frenará las críticas por una excesiva extensión de las conversaciones, pero también agregará una cuota de presión que habrá que saber manejar.

Sumado a los otros tres acuerdos ya alcanzados (referidos a la cuestión agraria, las drogas ilícitas y la participación política de la insurgencia) el nuevo pacto coloca al proceso de cara a su resolución definitiva como nunca antes en la historia. En ese promisorio avance, hay que destacar el acompañamiento de Cuba (cristalizado en Raúl Castro abrazando el apretón de manos entre Santos y Timochenko), Venezuela y Ecuador, que se han comprometido desde un inicio con la causa, evidenciando la importancia que tiene la región en los asuntos nacionales.

Lo que resta para Colombia en absoluto será sencillo. Entre otras cosas habrá que materializar en el territorio todo lo acordado en la capital cubana, y para ello será crucial propiciar el involucramiento de la mayor cantidad de colombianos posibles, para que el fin del conflicto armado sea una causa de las mayorías.
Y otra cosa obvia: la tan mentada paz excede por mucho el silencio de los fusiles. La solución del conflicto armado será una bisagra para Colombia, es cierto, pero del otro lado, muy lejos del paraíso, aún aguardan innumerables deudas sociales que las mayorías populares esperan que pronto sean saldadas.

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Los dilemas de Dilma

Descartando una salida anticipada,  cuesta imaginar una situación peor para el Gobierno brasileño

/ 3 de septiembre de 2015 / 05:38

A esta altura una cosa parece clara en Brasil: la política de austeridad y ajuste implementada por Dilma Rousseff ni bien comenzó su segundo mandato, hace ocho meses (lo cual supuso alejarse tanto de los lineamientos ideológicos del PT como del rumbo de las tres gestiones anteriores de dicho partido), resultó un fracaso, como mínimo, en un triple sentido. Primero: lejos de los argumentos que sostenían que el ajuste era compatible con el crecimiento, dichas medidas no lograron en absoluto reactivar la economía: Brasil terminará  2015 con la mayor tasa de inflación de los últimos 12 años, con una caída en picada de la inversión privada, un índice de desocupación récord en el último lustro y con una contracción del PBI estimada en 1,24%, lo que significa, en suma, el peor desempeño económico desde 1990.

Segundo, y contrariando cálculos ingenuos, las medidas ortodoxas no lograron frenar la presión de los sectores concentrados, que, por el contrario, vienen profesando un odio creciente hacia el PT. Desde 2003, en ningún otro momento como ahora, ni siquiera en los turbulentos tiempos del Mensalao (el caso de corrupción que golpeó a Lula allá por 2005), el gobierno del PT se encontró tan fuertemente jaqueado por la oposición política y mediática, y con un serio riesgo de una salida anticipada. Es más, si el impeachment contra Dilma no prosperó hasta ahora fue —apenas— porque la oposición no logró congeniar una posición común sobre el mismo: hay sectores como el que comanda el excandidato presidencial del conservador PSDB Aécio Neves que insisten a toda costa porque Dilma se vaya cuanto antes; y otros, encabezados por el gobernador paulista, Geraldo Alckmin, y el expresidente José Serra, que entienden que es mejor que la crisis se extienda cuanto se pueda para que barra toda chance del postulante oficialista en las elecciones presidenciales de 2018, donde todo el mundo da por descontado que será Lula da Silva.

Tercero, y fundamental: la aplicación del ajuste y la designación de un personaje como Joaquim Levy al frente de la cartera de Hacienda, medidas notoriamente contrarias a lo que el propio PT prometió en campaña, han provocado profundos cortocircuitos con una importante cantidad de movimientos sociales que históricamente fungieron como aliados al partido de Dilma y Lula, tal como el Movimiento Sin Tierra (MST) o la Central Única de los Trabajadores, como así también una fuerte pérdida de legitimidad en un grueso sector de los votantes petistas. Ello sumado a que el PT tampoco destinó muchos esfuerzos a lo largo de estos 12 años por reforzar su apoyo orgánico, han debilitado mucho su poder de resistencia.

En suma, descartando una salida anticipada del Palacio de Planalto, cuesta imaginar una situación peor para el Gobierno brasileño: crisis económica sin prontas mejoras a la vista, una oposición con una actitud cada vez más desestabilizadora y una base social tan debilitada como poco motivada. Para colmo, la por ahora inevitable alianza del PT con el difuso y zigzagueante PMDB (el partido político más grande de Brasil) se presenta desde hace tiempo siempre a punto de estallar, lo cual, en un presidencialismo de coalición como el brasileño y con la escasa tropa legislativa con la que cuenta el oficialismo (69 diputados sobre 513 y 12 senadores sobre 81), indefectiblemente marcaría el final para la gestión de Dilma.

Ahora bien, ¿tiene restos el Gobierno brasileño para salir del atolladero? Siempre es mejor creer que sí. La pregunta es por dónde, lo que, en política, supone también preguntar con quién. Las posibilidades no parecen muchas para Dilma y los suyos: o se decide continuar cediendo a la ortodoxia neoliberal y a una agenda definidamente conservadora, aún cuando se sepa que eso no calmará a las fieras ni por asomo, pero sí profundizará cada vez más la soledad del Gobierno, o bien, se puede intentar al menos recuperar la memoria y tratar de volver a alinearse con lo que el PT supo ser tanto dentro como fuera del poder, tal como numerosos movimientos sociales y políticos vienen reclamando hace tiempo y lo han vuelto a hacer con fuerza ayer en distintos estados. Esta última opción, aunque tiene sus riesgos, al menos parece la más digna. Lo cual no es poco.

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