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Urgente: el inca perdona a Ollantay

El teatro boliviano de hoy en día depara escasas sorpresas. Contamos con algunos “caballos ganadores” (los Calla, los Percy Jiménez, las habituales buenas noticias desde Yotala…) y pare de contar. Navegamos entre buenas intenciones pa(sa)jeras, elencos salidos de la mejor onda del teatro juvenil y una docena de actores y actrices que garantizan prolijidad. El público está formado por una inmensa minoría que ha perdido poco a poco la capacidad de sorprenderse, de indignarse, de celebrar. La Escuela de Espectadores      —maravilloso espacio para la formación y el debate, desde hace años— no pasa de una docena de entusiastas y se ha estancado. Por supuesto que festivales como el Fitaz llenan las plateas: el esnobismo y las ganas incontenibles de salir en la foto de sociales del periódico de turno mandan sobre todas las cosas.

Por eso, Ollantay (la producción del elenco permanente de la Escuela Nacional de Teatro de Santa Cruz) peregrinó desapercibida durante la semana pasada en su paso “sputnik” por La Paz. ¿Hemos perdido la fe en nuestro teatro? ¿La noticia sobre una obra quechua actualizada para el público joven de hoy en día no era el imán irresistible? ¿Enterramos y dimos por muerta toda esperanza de una grata sorpresa? Pareciera que sí.

La obra dirigida por Marcos Malavia subió a escena entre semana en el Teatro Nuna de la zona Sur (50 pesos) y luego el sábado pasado (gratis) llegó al Palacio Chico ante escasas 30 personas. A finales de noviembre, se “estrenará” oficialmente en Santa Cruz (en la sede de la AECID) después de varios pases en los locales propios de la Escuela ante colegios cruceños durante el último mes.

Ollantay es un drama teatral anónimo escrito en quechua antiguo y publicado por primera vez allá por 1857 en su idioma original y en alemán. Narra y escenifica un drama clásico, una leyenda épica quechua de poder y amor, de amor y poder. Ollantay es un general plebeyo, pero por sus hazañas bélicas puede acercarse a la hija del emperador Pachacútec, la hermosa Cusi Coyllu, y enamorarse cuando solo los miembros de la nobleza podían casarse entre sí. La furia del viejo inca castiga la transgresión con el destierro para él y diez años de prisión para ella. La sombra de Romeo y Julieta, amores prohibidos, comienza a aparecer, en todo lugar, en todas las culturas. Lee mis labios, es la clase, estúpido. 

La versión adaptada por Malavia sorprende. No cae en el estereotipo ni en el didactismo y maneja inteligentemente un abanico de recursos teatrales: títeres, instrumentos musicales ancestrales, vestuario, máscaras mestizas (morenos, ch’utas, caretas de Carnaval de San José de Chiquitos y mantas aymaras) y una puesta en escena impecable.

Desde la humildad, sin grandes despliegues, aterriza el gran trabajo actoral y corporal de Antonio Peredo, Susy Arduz (brillante en el desboble de personajes masculinos y femeninos; la gran revelación de esta puesta en escena), Javier Amblo, Selma Baldiviezo Cassís y Marcelo Sosa.

Una chiwiña domina la escena, a sus cuatro costados (los suyos del imperio) se arma un mercado desde donde se alimenta (sin salidas ni entradas) el quinteto actoral que va intercambiando y ofreciendo personajes. Una voz narradora mira desde afuera en un juego de metateatro y nos conduce por el hilo argumental de esta historia de lucha de poder. La coronación del nuevo emperador Túpac Yupanqui desconecta del viaje al pasado y regresa al presente: a la orden de un megáfono, con la contagiosa música disco de nuestros años ochenta, los incas bailan. El humor baja y desnuda el tono trágico y la pesada carga de la trama.

Queda, sin embargo, un desconcertante y agradable sabor a poco. ¿Y si la elipsis final no hubiese sido tan brutal? Desde la captura y derrota de Ollantay en su refugio de Tambo al perdón y supuesto “final feliz” apenas pasan cinco minutos. ¿Y si nos sumergíamos más en la historia de amor y la figura femenina olvidada de la “pobre” Cusi? ¿Y si no presentábamos al poderoso Yupanqui con gestos afeminados para unir simbólicamente debilidad y perdón?

La hora llega a su fin. Es la magia del buen teatro: el ayer y las preguntas de hoy, de ahora, quedan sin respuestas: ¿De verdad el emperador inca perdonó a Ollantay? ¿Quién gana cuando el derrotado es perdonado e incorporado? ¿El “enemigo salvaje” deja de serlo cuando es humillado y ahora trabaja a la vera del vencedor? ¿En serio todas estas cosas terminan bien? Decía Peter Brook que el teatro trata de hacer presente lo ausente. Las preguntas sin respuestas no desaparecen. Están ahí junto a esta grata e inesperada sorpresa.