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Por qué fracasó el Protocolo de Kioto

El Protocolo de Kioto y el sistema europeo de comercio de derechos de emisión están en vigor desde 2005, pero el consumo de combustibles fósiles, en especial de carbón, ha aumentado. La razón son los precios baratos del carbón, gas y petróleo debido, entre otras cosas, a la explotación —problemática desde el punto de vista medioambiental— de fuentes de energía no convencionales  procedentes de arenas bituminosas o mediante fracturación hidráulica.

El comercio de derechos de emisión y los otros dos mecanismos “flexibles” de Kioto fueron una falacia desde el principio. En las negociaciones del Protocolo de 1997 la Unión Europea se había pronunciado a favor de límites máximos claros para las emisiones, pero EEUU y Japón se impusieron. Los principales partidarios del comercio de derechos de emisión fueron BP y Shell.

No debemos olvidar que al final de las negociaciones, el comercio de derechos de emisión fue visto como una solución transitoria que debería ser reemplazada en 2020. Ahora se declara como única opción.

La UE instaló un sistema parecido. Pero dado que se expidieron demasiados certificados a las empresas, el comercio de derechos de emisión no ha servido como incentivo para inversiones en tecnologías con emisiones menores o libres de CO2. Así, los precios para una tonelada de CO2 deberían estar entre 20 y 30 euros, a mediados de noviembre de 2015 están en ocho euros. Pero lo que es aún peor: estudios de 2012 muestran que la mayor parte del comercio con certificados de emisión fue realizada por inversores que comercian por la ganancia. Sacan mayores beneficios en la compra/venta si hay grandes fluctuaciones. Y no tienen interés directo en la reducción de emisiones de CO2. El sistema, sin embargo, se basa precisamente en que no solo haya precios elevados, si no que éstos también sean estables.

Los otros dos llamados “mecanismos flexibles” del Protocolo de Kioto permiten a los contaminadores en los países industriales liberarse de los esfuerzos en política climática invirtiendo en otros países. A esto se le llama “aplicación conjunta” o “mecanismos de desarrollo limpio”. De cara a los países en desarrollo esto es descaradamente imperial, porque los proyectos climáticos a menudo están en contra de los intereses de la población. Es por ello que en muchos lugares han surgido resistencias locales. El investigador de política climática Achim Brunnengräber habla con mayor precisión de “comercio moderno de indulgencias”, porque las empresas más ricas y poderosas del norte pueden seguir contaminando gracias a que apoyan proyectos muchas veces dudosos.

Lo último en política climática internacional, las “contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional” (en inglés INDC, a mediados de diciembre conoceremos el término), es una nueva ronda de voluntariedad no vinculante. Lo que significa “voluntariedad” lo podemos ver actualmente en Alemania en el escándalo relacionado con Volkswagen. Desde un punto de vista político no se trata de negociar eternamente límites máximos, si no de terminar con la producción destructiva.

Por eso hay que constatar: el comercio de derechos de emisión y los otros dos “mecanismos flexibles” apoyan con su lógica neoliberal el sistema económico basado en fuentes de energía fósil (y nuclear). Las alternativas están siendo bloqueadas. Mientras en la política climática existan mecanismos flexibles y presuntamente conformes al mercado, estará asegurado, ante todo, el poder de empresas mineras, de grupos energéticos e industriales, así como de gobiernos que los sostienen.

Una reforma fundamental de la economía energética y de la economía en general no debe ser sometida a los intereses de actores con poder de mercado. Los éxitos reales en política climática y contra el cambio climático como la Ley de Promoción de las Energías Renovables en Alemania fueron implementados contra la resistencia inicial de la industria.  El movimiento Ende Gelände (Terreno Final) a favor del cese de la extracción y explotación de carbón se está perfilando como el sucesor legítimo del movimiento antinuclear.

Se trata de reconstruir el modelo de producción y el estilo de vida, se trata de una transformación social y ecológica. Que esta transformación no se haga a expensas de los débiles, si no que se piense en lo social y lo ecológico conjuntamente con las cuestiones de poder y de propiedad es el punto de inserción específico de la política progresista.

En el ámbito internacional esto significa ofrecer alternativas a medio plazo para los países cuyas economías se basan en la extracción y venta de petróleo, gas y carbón. Se trata, por lo tanto, de una economía mundial ecológica y solidaria.