En pocas semanas el mundo se ha tornado más inseguro e inestable. Los conflictos existentes han escalado en intensidad y se han involucrado nuevos países con sus designios y objetivos propios, a la par que han surgido nuevos focos de tensiones, violencia y severos daños a la integridad física de cientos de miles de personas inocentes. Los medios de comunicación no tratan en los mismos términos a las víctimas del terrorismo fundamentalista, a los que huyen de la guerra en Siria y sus alrededores y a los damnificados civiles del bombardeo de las instalaciones del ISIS por parte de la coalición de países europeos, con Francia y Alemania a la cabeza, junto a Rusia y Estados Unidos.

El escalamiento de las represalias militares contra los instigadores de una nueva ola de actos terroristas en Europa y, probablemente también en otros lugares, traerá consecuencias complejas para los propios países de Medio Oriente, y también para los países de Europa, donde ya se evidencian reagrupamientos de la extrema derecha, junto al aumento de agresiones racistas y xenófobas contra residencias de refugiados de antigua o reciente data.
Este nuevo clima de atentados imprevisibles y guerras localizadas repercutirá inevitablemente sobre las negociaciones globales que se acaban de iniciar en París en materia de cambio climático, debido a que en  Medio Oriente se entrelazan la lucha fratricida entre musulmanes, los objetivos geopolíticos de las grandes potencias y los intereses petroleros de los países árabes. Estos últimos se han resistido sistemáticamente a aceptar compromisos globales de reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero, no obstante los perjuicios que se ocasionan a sí mismos. Baste mencionar que en este año ya han sufrido directamente las consecuencias del calentamiento global, con días de calor superior a los 50º C, y numerosas pérdidas humanas. Para evitar que a la larga las riberas del Golfo Pérsico se vuelvan inhabitables, estos países tendrían que reducir significativamente su nivel de producción de hidrocarburos, y trasladarse a otro tipo de fuentes energéticas. En materia de emisiones totales de CO2 ocupan lugares próximos a la China y Estados Unidos, que se ubican de lejos al comienzo de la lista.

Un acuerdo multilateral vinculante para el cambio de la matriz energética global, justificado plenamente por las consecuencias que trae aparejado el consumo de combustibles fósiles, requiere comprensiblemente de un clima político internacional positivo, que hoy parece alejarse irremediablemente.
Por otra parte, para que el calentamiento global se mantenga en las próximas décadas por debajo de 2 °C se requiere una reducción de la emisión de CO2 considerablemente mayor de la suma de los compromisos voluntarios de los países participantes en la COP21 de París. Por eso resulta esencial que se revise el cumplimiento de dichos compromisos cada cinco años. La reducción verificable de la emisión global de gases de efecto invernadero requiere un enorme volumen de recursos financieros y tecnológicos, destinados al financiamiento de la transición energética, por un lado, y de la reconversión del modelo de crecimiento, por otro. Los fondos comprometidos hasta ahora están muy lejos de los requerimientos mínimos, y eso no cambiará sustancialmente mientras no se encaminen soluciones políticas en Medio Oriente y la economía mundial se mantenga en marcha lenta.

Las responsabilidades sobre el calentamiento global son ciertamente diferenciadas. A los países industrializados les corresponde un rol significativo por la degradación del medio ambiente propio y global que han ocasionado. Eso no exime, sin embargo, de un tratamiento racional y sostenible a sus recursos naturales por parte de los países periféricos y dependientes.