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La Paz de Ayacucho

Pasado el mediodía de aquel memorable 9 de diciembre de 1824, el campo de batalla había decidido ya: 6.000 bravos del Ejército Unido Libertador (brillantemente dirigidos por el general Sucre) sellaban con su sangre y su admirable constancia la libertad del Perú y de toda la América Meridional. Tres siglos de oprobiosa dominación colonial expiraron ese día sobre la inmortal Pampa de Ayacucho, en la sierra sur de Perú. De nada sirvió al Ejército del virrey La Serna contar con avezados jefes europeos y el doble de tropas y caballos que los independentistas, nada pudo frenar el empuje de un puñado de hombres que, en palabras de Sucre, representaban “a Dios omnipresente con su justicia y a la América entera con la fuerza de su derecho y de su indignación”.

La luminosa jornada de Ayacucho, broche de oro para la epopeya libertaria  americana, fue festejada en todo el continente. Según el historiador ecuatoriano Alfonzo Rumazo González, en Buenos Aires el Gobierno decretó un mes de fiestas y en la Nueva Granada se organizaron festejos públicos en todo el territorio. La victoria final de nuestra independencia fue saludada en Europa y aclamada incluso en Estados Unidos, en donde al menos una docena de ciudades fueron bautizadas con el nombre de “Bolívar”.

Cuando el Libertador arribó a La Paz en 1825, los festejos y reconocimientos no se hicieron esperar. En medio de las suntuosas celebraciones, que en nada tenían que envidiar a las efectuadas en Cusco, se produjo un hecho anecdótico: la ciudad presentó a Bolívar una corona de oro y diamantes por la victoria de Ayacucho, y éste, apenas reteniéndola unos segundos en sus manos, la entrega a Sucre diciendo:

“Esta recompensa toca al vencedor, y como tal, la traspaso al héroe de Ayacucho”. Sucre, el hidalgo y noble guerrero a quien los pueblos de Ecuador, Perú y Bolivia aclaman con sobrada razón como su redentor, no acepta la corona y la traspasa al general José María Córdova, alegando que este oficial había sido el auténtico héroe de Ayacucho.
Más allá de todos estos sentidos reconocimientos y celebraciones, en los años subsiguientes a la creación de la República el ahora presidente Sucre y el Congreso Constituyente de Bolivia se dan maneras muy particulares para perpetuar en la memoria y el corazón de los hijos de La Paz el nombre de Ayacucho. 

En el marco de las profundas reformas educativas emprendidas por la administración bolivariana, mediante decreto supremo fechado el 27 de abril de 1826, se fundó en la urbe paceña el Colegio de Ciencias y Artes. No transcurriría mucho tiempo para que un grupo de ilustres paceños solicitara a Sucre que el colegio recientemente fundado llevase “como timbre de honor y reconocimiento a sus preclaras virtudes ciudadanas” el nombre de Colegio Nacional Mariscal de Ayacucho. Sucre, con ese desprendimiento sobrehumano al que hace referencia Numa Quevedo, rechaza la oferta y a cambio propone que el colegio lleve el nombre de “Colegio Nacional de Ciencias y Artes San Simón de Ayacucho” (tal como se le conoce en la actualidad) en homenaje al padre de la Patria y a la batalla decisiva de la independencia americana.

Como si este homenaje fuera poco, por ley de 3 de enero de 1827, el Congreso Constituyente de Bolivia adopta una nueva denominación para la ciudad de La Paz, la cual pasa a llamarse a partir de ese momento “La Paz de Ayacucho”, sin lugar a dudas como justo reconocimiento a la épica gesta del 9 de diciembre de 1824 y a su decisivo impacto en el proceso de independencia y conformación de la nación boliviana.