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No te metas con Texas

Los norteamericanos no pueden resignarse al absurdo de que un hombre solo cambiara la historia de su país

/ 13 de diciembre de 2015 / 04:00

Los países con poca historia la cuidan mucho; los países con mucha historia la cuidan poco. No paré de repetirme esta frase, que no sé quién acuñó, durante la semana de septiembre en que anduve dando vueltas por las viejas llanuras y las flamantes ciudades de Texas. La recordé mientras visitaba las instalaciones de la NASA en Houston, donde se conserva intacta la sala de control de las primeras misiones espaciales, las de los años 60, con sus armatostes prehistóricos y su tecnología antediluviana, igual que se conservan intactas las hileras de butacones raídos desde las cuales asistían los grandes dignatarios a los momentos álgidos de la carrera espacial.

También recordé la frase en el Capitolio de Austin, imponente edificio gubernativo de 1888 en cuya entrada se exhibe un gran retrato de Davy Crockett, héroe de la libertad de Texas (participó en la revolución contra los mexicanos y murió en 1836, peleando en El Álamo) y personificación de ese feroz individualismo norteamericano que los europeos no entendemos muy bien, porque a menudo linda a la vez con el anarquismo y con el neoliberalismo, como en su última reencarnación conservadora: el Tea Party. Pero donde sobre todo me acordé de esa frase fue en Dallas.

O más exactamente: en la plaza Dealey de Dallas. O más exactamente aún: en el museo que, en la plaza Dealey de Dallas, recuerda el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Se llama The Six Floor Museum y está en la sexta planta de un antiguo almacén de libros, el lugar exacto desde el que, el 22 de noviembre de 1963, Lee Harvey Oswald disparó asomado a una ventana la bala que mató al presidente, quien acababa de doblar la esquina de Houston y Elm a bordo del coche presidencial. El museo, magnífico, permite hacerse una idea bastante exacta del acontecimiento, desde sus prolegómenos hasta las teorías de la conspiración que suscitó.

Éstas, como se sabe, son virtualmente infinitas: en realidad, no hay un norteamericano que no tenga una; en realidad, un norteamericano viene a ser un tipo que tiene una teoría del asesinato de Kennedy. La razón superficial es que algunas zonas del hecho permanecen todavía en sombra, lo que deja un espacio abundante a la fantasía; la razón profunda es otra. En 1864, en Apuntes del subsuelo, Dostoievski escribió: “Sobre la historia universal se puede decir cualquier cosa, todo cuanto se le ocurra a la imaginación más desvariada. Lo único que no puede decirse es que sea racional”.

Es verdad, pero es una verdad insoportable, espantosa, así que hacemos lo posible por ocultarla, dotando a la historia de una racionalidad inventada. Nada más fácil. Treinta y cuatro años antes de que Dostoievski denunciara la irracionalidad de la historia, Hegel observó al principio de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “A quien mire el mundo de modo racional, el mundo le mirará de modo racional”.

Llevada al extremo, esta voluntariosa racionalidad conduce a la paranoia: a pesar de las innumerables teorías de la conspiración sobre el asesinato de Kennedy, los historiadores más solventes concluyen que lo más probable es que Oswald actuara por su cuenta y riesgo; los norteamericanos, sin embargo, no pueden resignarse al absurdo de que un hombre solo —y encima un hombre tan absurdo e insignificante como Oswald— cambiara la historia de su país, así que, para que el mundo no deje de mirarlos de forma racional, urden teorías según las cuales detrás de Oswald estaban la mafia, la CIA, los castristas, los anticastristas, Lyndon B. Johnson, qué sé yo. El caso es dar sentido al sinsentido.

Texas apenas cuenta con dos siglos de vida, pero tiene casi el doble de extensión que España, la mitad de sus habitantes, y conserva aún en su ADN una cultura de frontera que el western de Hollywood inmortalizó y que en el fondo remite a la cultura de frontera que los conquistadores extremeños y andaluces llevaron consigo a América.

En Texas mucha gente lleva armas; mucha gente habla en Texas español: en 2050, el 75% de los menores de 20 años serán hispanos, lo que provoca un pánico injustificado en algunos, porque el español sigue siendo allí una lengua sin prestigio, la lengua de los pobres. La bandera de Texas luce una estrella solitaria. En Texas triunfa un lema: “No te metas con Texas”.

Es escritor español, columnista de El País.

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Tremenda apología de la siesta

Quienes no trabajan pueden permitirse  el lujo de saltarse la siesta, pero quienes trabajamos no

/ 19 de enero de 2014 / 04:01

No entiendo el desprecio de los escritores por los llamados libros de autoayuda; al fin y al cabo, todo buen libro nos ayuda a algo: a no sentirnos sometidos, a vivir de forma menos distraída, con suerte a entender alguna cosa, o simplemente a pasar el rato. Si no nos ayudaran los libros (o si no nos hiciéramos la ilusión de que nos ayudan), ¿para qué los leeríamos? Miento. En realidad entiendo muy bien el desprecio de los escritores por los libros de autoayuda: primero, por la envidia que nos da que sus autores suelan forrarse escribiéndolos; y segundo porque igual que el énfasis en la verdad delata al mentiroso, el énfasis en lo que ayuda delata a lo que estorba. Sea como sea, si alguna vez soy capaz de escribir un libro de autoayuda, escribiré una apología de la siesta.

Ya lo sé: para muchos la siesta sigue siendo una costumbre bárbara y ancestral, un privilegio inútil de gente ociosa. Nada más lejos de la verdad, aunque yo también tardé mucho tiempo en entenderlo. De niño no me explicaba por qué en casa, después de comer, mis padres declaraban la noche en pleno día y cerraban la barraca, como si de golpe se hubieran cansado de estar vivos. Más tarde, cuando era joven, feliz e indocumentado, la siesta se convirtió para mí en la quintaesencia cochambrosa de lo español, un invento carpetovetónico a medio camino entre el hidalgo hambriento del Lazarillo y el castellano viejo de Larra, falsedad avalada en teoría por el hecho de que la palabra “siesta” era, al parecer, una de las dos que el español le había prestado al mundo (la otra era “guerrilla”).

Tuve que vivir en EEUU para descubrir la siesta; por supuesto, no lo hice porque allí la duerman, sino precisamente porque no la duermen: por espíritu de contradicción (o, por decirlo de forma menos distinguida, para joder). Fue entonces cuando descubrí la verdad, y es que no se duerme la siesta por ganas de vivir menos, sino de vivir más: quien no duerme la siesta solo vive un día al día; quien la duerme, por lo menos dos: despertarse es siempre empezar de nuevo, así que hay un día antes de la siesta y otro después.

También descubrí que quienes no trabajan pueden permitirse el lujo de saltarse la siesta, pero quienes trabajamos no: de Napoleón a Churchill, de Leonardo a Einstein, todo el que curra de verdad duerme la siesta. Sé que hay quien dice que la siesta le sienta mal, que se despierta de ella con dolor de cabeza; la respuesta a tal objeción es la que me daba mi madre cuando yo se la ponía: “Eso te pasa por no haber dormido lo suficiente”. ¿Cuánto es lo suficiente? No se sabe. Las medidas son infinitas; las más extremas son la de Cela y la de Dalí. La de Cela es eterna: la clásica siesta de pijama, padrenuestro y orinal. La de Dalí es insignificante: se duerme con unas llaves en la mano; cuando las llaves caen al suelo, se acabó la siesta: en ese instante mínimo, uno se ha dormido. Las medidas, ya digo, son infinitas, y cada uno debe encontrar la suya. Por lo demás, antes dije que uno duerme la siesta para vivir más; no quise decir con más intensidad, o no solo: hay estudios serios (entre ellos uno de la Harvard School of Public Health) que demuestran que la siesta reduce el riesgo de enfermedades coronarias. El 24 de octubre de 2012, The New York Times publicó un reportaje sobre Ikaria, una isla griega poblada por gente que, según rezaba el título, “se había olvidado de morir”; por supuesto, todos dormían la siesta.

Pero mi libro de autoayuda no se limitará a ensalzar las virtudes prácticas de la siesta; ante todo, será una vindicación moral de la siesta, una defensa de la siesta como forma de insumisión, como manifiesto intransigente de rebeldía: igual que Lucifer, el ángel rebelde, quien cierra la barraca en horario laboral dice “no” a todos y a todo (por decirlo de forma menos distinguida: manda a la mierda el mundo en pleno día). Ese ínfimo corte de mangas cotidiano quizá no cambie las cosas, pero produce un placer indescriptible. Ya lo verán; ya lo estoy viendo: me voy a forrar.

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Bergman, Eichmann y los justos

/ 2 de enero de 2014 / 04:00

Qué tienen en común un genio del bien y un genio del mal? ¿Hay algo que une, aparte de su condición de humanos, a Ingmar Bergman y a Adolf Eichmann, a uno de los mayores talentos de la historia del cine y uno de los mayores criminales de la historia de la humanidad, el ingeniero nazi del exterminio de los judíos europeos? ¿Puede existir un vínculo relevante entre la visión del mundo de un hombre que se dedicó a crear y la de otro que se dedicó a destruir, la de un hombre que iluminó el mundo y dejó tras sí un reguero de belleza y de irresolubles complejidades y la de otro que oscureció el mundo y que dejó a su paso un reguero de simplicidad letal y de inconcebible destrucción?

Estas preguntas me asaltaron mientras veía no hace mucho Un especialista, documental de Rony Brauman y Eyal Sivan realizado con las imágenes grabadas por Leo Hurwitz durante el juicio que, a finales de 1961, se le instruyó a Eichmann en Jerusalén. Poco antes había visto La isla de Bergman, obra de Marie Nyreröd. Allí, un Bergman crepuscular habla a tumba abierta de todo o de casi todo, y en algún momento la entrevistadora menciona a los nueve hijos que el cineasta tuvo en sus diferentes matrimonios y le pregunta: “¿No tienes remordimientos por haberlos abandonado?”. Bergman responde casi sin pensarlo, como si hubiera reflexionado mucho sobre el asunto. “Los tenía”, reconoce. “Hasta que descubrí que tener remordimientos por algo tan serio como abandonar a tus hijos es puro teatro, una forma de vivir con un sufrimiento que no es comparable al sufrimiento que has causado”. La respuesta me impresionó. Volví a recordar a Spinoza, que afirma que el remordimiento es uno de los dos peores enemigos del género humano (el otro es el odio), una cosa repugnante y triste que a larga nos destruye, y me dije que la de Bergman es la respuesta de un hombre libre, valiente y honesto, que conoce a los hombres y sabe que es indigno añadir al pecado de haber cometido un error el pecado de sufrir por haberlo cometido. Esto explica que días más tarde, mientras veía el documental de Brauman y Sivan, sintiera un escalofrío al oírle pronunciar a Eichmann unas palabras parecidas a las de Bergman. Hacia el final del juicio el fiscal le pregunta al reo si se siente culpable del asesinato de millones de judíos. “Desde el punto de vista humano, sí”, responde Eichmann. “Porque soy culpable de haber organizado las deportaciones”. Y añade: “Pero los remordimientos son inútiles, no resucitarán a los muertos. Los remordimientos no tienen ningún sentido. Los remordimientos están bien para los niños. Lo que importa es encontrar la forma de evitar estos hechos en el porvenir”. ¿Tenía razón Eichmann? ¿Cómo es posible no sentir remordimientos por haber provocado la muerte de millones de personas? Salvando por un momento la insalvable distancia entre el error de Bergman y el crimen de Eichmann, ¿unía de verdad ese rechazo del arrepentimiento al genio del bien y el del mal? ¿Cómo? ¿Un mismo precepto ético puede ser honesto y valiente en labios de una persona y abyecto y cobarde en labios de otra? ¿O todo depende de la diferencia entre un crimen horrendo y un simple error moral? ¿Quedaba en el antiguo SS algún rastro de decencia?

Una respuesta a esos interrogantes (o lo que entonces me pareció una respuesta) llegó acto seguido, en el mismo documental, cuando, poco después de aceptar que era culpable del exterminio de los judíos, Eichmann lo negó, recuperando su línea de defensa habitual en el juicio: consideraba lo ocurrido con los judíos un crimen monstruoso, pero él solo pudo obrar como obró, porque no era más que un técnico y estaba obligado por su juramento de obediencia a hacer lo que hizo; por tanto, en su fuero interno se sentía “libre de toda responsabilidad”. La primera diferencia entre Bergman y Eichmann es, claro, el tamaño de sus errores; la segunda tampoco es banal: Bergman acepta del todo su responsabilidad; Eichmann, solo en apariencia: en realidad la rechaza.

Pascal observó que solo existen dos clases de hombres: los unos, justos que se creen pecadores; los otros, pecadores que se creen justos. Bergman quizá era un pecador, pero, a diferencia de Eichmann, no se creía un justo. Esa es quizá la primera condición para ser un justo.

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Una mujer valiente

Entender es peligroso, quien se atreve a hacerlo y a contarlo se arriesga a ser acusado de traidor

/ 31 de octubre de 2013 / 04:36

En un momento de Hannah Arendt, el film de Margarethe von Trotta, la protagonista afirma que el deber principal de un pensador es entender. Arendt acató ese imperativo, y uno de los resultados fue que, según muestra la película, en 1961 viajó a Jerusalén para asistir al juicio de Adolf Eichmann, el ingeniero del exterminio judío en Europa. El resultado de ese resultado fue Eichmann en Jerusalén, un ensayo sobre la banalidad del mal, donde la pensadora judeoalemana argumentaba que Eichmann no era un monstruo diabólico, sino un hombre común y un burócrata disciplinado, cuya eficiencia letal le ganó el apodo de El Especialista. El libro causó un escándalo notable: aunque en el fondo no hacía más que ilustrar una idea contenida en

Los orígenes del totalitarismo, según la cual uno de los rasgos de éste consiste en que convierte a los hombres en piezas de una ciega maquinaria administrativa, Arendt fue acusada de traidora, de revisionista, de trivializar el problema del mal. Eran acusaciones malintencionadas o absurdas (Arendt nunca dijo, por ejemplo, que el mal fuera banal: lo que a veces es banal son las personas que hacen el mal), pero ello no las privó de eco. La pregunta, no obstante, persiste: ¿se equivocó Arendt? ¿Es nuestro deber entender?

La respuesta es sí. Entender, claro está, no significa disculpar; mejor dicho: significa lo contrario. El pensamiento y el arte se ocupan de explorar lo que somos, revelando nuestra infinita, ambigua y contradictoria variedad, cartografiando así nuestra naturaleza. Shakespeare o Dostoievski iluminan los laberintos morales hasta sus últimos recovecos, demuestran que el amor sabe conducir al asesinato o al suicidio y logran que sintamos compasión por psicópatas y desalmados; es su obligación, porque la obligación del arte (o del pensamiento) consiste en mostrarnos la complejidad de lo real, a fin de volvernos más complejos, en analizar cómo funciona el mal, para poder evitarlo, e incluso el bien, quizá para poder aprenderlo. Nada debe escapar a su escrutinio, y por eso siempre me intrigó que, en Si esto es un hombre, Primo Levi escriba refiriéndose a Auschwitz: “Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar”. Viniendo de cualquier otro, la frase quizá no tendría importancia; no así viniendo de Levi, a quien debemos acaso el mejor testimonio del Holocausto. ¿Entender es justificar? ¿O es que Auschwitz come aparte? ¿Se equivocó Arendt y no hay que intentar entender el mal extremo? ¿No es contradictoria la frase de Levi con el hecho de que él mismo se pasase la vida intentando entender el Holocausto y por eso declarara: “Para un hombre laico como yo, lo esencial es comprender y hacer comprender”? Sólo Tzvetan Todorov, que yo sepa, ha explicado convincentemente esa contradicción. Según él, la advertencia de Levi no vale más que para el propio Levi y los otros supervivientes de los campos nazis: estos no tienen que intentar comprender a sus verdugos, porque la comprensión implica una identificación con ellos, por parcial y provisional que sea, y eso puede acarrear su propia destrucción. Pero los demás no podemos ahorrarnos el esfuerzo de comprender el mal, sobre todo el mal extremo, porque, como concluye Todorov, “comprender el mal no significa justificarlo, sino darse los medios para impedir su regreso”.

Eso casi nunca es fácil. No sólo porque entender exige talento; también porque exige coraje. Quiero decir que entender es peligroso, que quien se atreve a hacerlo y a contar lo que ha entendido, por complejo e incómodo que sea, se arriesga a ser malinterpretado, atacado, acusado de traidor y de revisionista, que es la injuria habitual de los conformistas y los timoratos contra quienes no se resignan a la ortodoxia embustera de los lugares comunes. Esa es la Arendt de Von Trotta (y la real): una mujer que tuvo el talento de entender y la valentía de contar lo que había entendido. Claro que quien no quiera correr el riesgo de ser llamado traidor y revisionista no debería salir de casa. O al menos no debería escribir.

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Lo breve, si breve, dos veces breve

‘Me arrepiento de haber escrito con cuatro palabras lo que podía haber escrito con tres’ (G. Carducci)

/ 28 de julio de 2013 / 04:47

Uno. Cuenta la leyenda que mientras el gran poeta italiano Giosuè Carducci yacía en su lecho de muerte, le preguntaron si se arrepentía de algo de lo que había hecho en su vida; Carducci contestó, admirablemente: “De todo”. Luego le preguntaron si podía ser más concreto; Carducci accedió. “Me arrepiento de haber escrito con cuatro palabras lo que podía haber escrito con tres”, dijo.

Dos. No parece que Merlina Acevedo lleve camino de tener que arrepentirse de eso. ¿Quién es Merlina Acevedo? No lo sé; lo único que conozco de ella es un puñado de aforismos titulado “Peones de Troya” y publicado en la revista Letras Libres, pero a mí me parece que esos destellos bastan para delatar a un escritor de verdad. En internet averiguo que Acevedo tiene 43 años, que es mexicana, pintora, compositora y ajedrecista, y que, por lo que parece, no ha publicado un solo libro. No importa. Vean: “Nadie sabe lo que no sabe hasta que tiene que inventarlo”. Vean: “De niños todos fuimos inmortales”. Vean: “El pesimismo exagerado es el optimismo en su más pura expresión”. Vean: “El amor propio siempre se enamora de la persona equivocada”. Quizá lleve razón Acevedo: “Lo breve se aproxima a lo infinito”.

Tres. Nunca tuve el más mínimo interés por los coches, pero a principios de este verano, mientras me pasaba una semana recorriendo de punta a punta Alemania en un bólido alquilado, gastándome el dinero que no tengo y visitando fastuosos museos automovilísticos (los de Mercedes y Porsche en Stuttgart; el de BMW en Múnich; el de Audi en Ingolstadt), para acabar dando una vuelta salvaje a velocidad suicida por el circuito de Nürburgring, me sentí el tipo más feliz del tercer planeta del sol. Me acompañaba mi hijo, que heredó de mi padre la pasión por los coches, y durante esas vacaciones locas pensé a menudo en una historia que me contó un amigo. Éste había cenado en una ocasión con un magnate mexicano, a quien, en medio de las risas y la cordialidad del encuentro, se le ocurrió preguntarle si se cambiaba por alguien, o tal vez si envidiaba a alguien. Para sorpresa de mi amigo, el magnate se tomó su pregunta muy en serio, y durante un rato estuvo meditando la respuesta. Mi amigo dice que, mientras veía reflexionar con el ceño fruncido a aquel hombre que lo tenía absolutamente todo, comprendió que no podía envidiar a nadie, pero de repente el ceño del magnate se alisó y éste proclamó, satisfecho: “A mi hijo”.

Cuatro. En trance de hacer un elogio tan fervoroso de la brevedad como el de Merlina Acevedo que copié más arriba, aquella mañana el señor Fuertes, profesor de francés y castellano en los maristas, se armó tal lío en medio del guirigay de la clase que acabó acuñando una sentencia doblemente pleonástica que algunos de sus alumnos nunca podremos olvidar, y que siempre he pensado que merece, como mínimo, la humilde posteridad del título de un artículo: “Lo breve, si breve, dos veces breve”.

Cinco. A pesar de mi extraordinaria modestia, me considero el campeón del mundo mundial de los pesos pesados de la mala conciencia, de manera que siempre estuve del todo de acuerdo con Spinoza cuando afirma que el remordimiento es uno de los dos peores enemigos del género humano (el otro es el odio), una cosa repugnante y triste que nos quita capacidad de obrar y a la larga nos destruye; pero este verano, mientras recorría de punta a punta Alemania con mi hijo en un bólido alquilado, no paré de leer a Wislawa Szymborska, la inmensa poetisa polaca, y una noche llegué a un asombroso poema titulado “Alabanza de la mala opinión de sí mismo” en el que se lee que el águila ratonera no suele reprocharse nada, que carece de escrúpulos la pantera negra y que las pirañas no dudan de la honradez de sus actos, un poema que concluye así: “En el tercer planeta del sol / la conciencia limpia y tranquila / es síntoma primordial de animalidad”. Entonces, además de inmensamente feliz, me sentí brutalmente inteligente. El segundo sentimiento fue breve.

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