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Grande, chico

Pienso mucho en Philippe Petit, ese funambulista francés que en 1974 tendió una cuerda entre las Torres Gemelas, en Nueva York, y cruzó caminando a 400 metros del suelo. Es raro que piense tanto en él porque Philippe Petit se parece bastante a algo que no soporto: los mimos. Y porque su aspecto eternamente optimista y cándido me resulta ofensivo. Pero pienso mucho en Philippe Petit porque dijo dos cosas que me gustan mucho: una, que la palabra “caer” no está en su diccionario.

Otra, que para él no hay obras grandes y obras pequeñas: que caminar entre las Torres Gemelas es tan importante como hacer malabares con pelotitas de ping pong. Y lo que definitivamente me encanta de Philippe Petit es que cuando uno lo ve hacer malabares con pelotitas de ping pong entiende que lo que dice es verdad, porque las pelotitas no parecen salir de sus manos, sino ir hacia sus manos: fluyen en una suerte de vómito feliz, inverso, delicadísimo y virtuoso, como si fueran una galaxia limpia. Y lo que definitivamente me produce respeto en Philippe Petit es esa idea de que las cosas, grandes o pequeñas, hay que hacerlas bien.

El año pasado, en el Festival Puerto de Ideas, en Valparaíso (Chile), una persona me regaló unos libros que recogían relatos de hasta 100 palabras de gente de diversas regiones del país. Allí me topé con el de un señor de Iquique, llamado Fernando Percucci, que decía así: “Tanto o más difícil que arrancarte de mi mente es repetir ‘tierra de campeones’ cuando estoy borracho, tratando de olvidarte”. Y me dije, exaltada: “Eso es: así se hace”. En lo grande y en lo pequeño. Y quizás también me gusta Philippe Petit porque es una forma eficaz de la metáfora. Todos, como él, estamos en la cuerda floja: un movimiento en falso, un viento negro, y terminamos reventados contra el piso. Pero, aun así, insistimos. Tensamos la cuerda, lo seguimos haciendo.