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El Reader’s Digest

Enriquezca su vocabulario; La risa, remedio infalible; Citas citables eran, entre otros, segmentos de la revista Selecciones del Reader’s Digest, cuyo ciclo se ha cerrado hace unos pocos años y hoy apenas se distribuye desde algunas de sus filiales, una de ellas, argentina.

Esta publicación mensual, fundada hace casi un siglo (1922) por DeWitt Wallace y su esposa Lila Bell en Nueva York, no tuvo en sus inicios el interés comercial de las grandes editoras, de modo que su primer número emergió a la luz desde el sótano de una casa modesta. Sin embargo, conforme pasaban los años se fue transformando en uno de los mayores fenómenos literarios, tanto que logró convertirse, sin discusión, en la revista con el mayor número de lectores en el planeta entero.

Su éxito estuvo muy bien marcado por su gigantesco tiraje, que en su cúspide llegó a 130 millones de consumidores en más de 60 países, traducida a más de 25 idiomas, incluido el Braille. Y se lo podía ver en manos de un humilde colono como en las de pasajeros abordo de aviones o del vapor que surcan los ríos más lejanos del orbe.

Numerosos eran los temas que tocaban sus páginas, así como reportajes que expresaban dramatismo y aventura, dolor y esperanza. Cuántas personas en momentos de profunda crisis emocional lograron recuperar valor tras la lectura de aquellos sorprendentes relatos de hombres que supieron resistir la adversidad y vencer con su propia voluntad y coraje.

Hace uno días, por mera casualidad vi en un canal a un afamado escritor español, quien contaba sus inicios en las letras. Decía que de niño solía hacerse al enfermo para no asistir a la escuela y poder quedarse en casa para entregarse al placer de esta lectura. Y no habría razón para dudar de tal confesión, pues aquellos artículos, elegidos con el más fino tacto y sabiduría, eran capaces de embelesar a un futuro eximio de la narrativa como despertar al más empedernido aburrido del tiempo.

Ciertamente no soy un lector compulsivo, pero contar en casa de mi natal Potosí con un pequeño anaquel en el que descansaban varios ejemplares del Reader’s Digest fue quizás uno de los más venturosos sucesos que me ocurrió en aquellos años en que el sol alumbraba mi niñez. Su lectura, variada y reposante, me acariciaba el alma. Mi padre era suscriptor de esta revista y aún recuerdo verle meter las manos en el bolsillo para cancelar su costo, iluminársele los ojos y regalarme una mirada de complacencia.

La recompensa espiritual que esta lectura prodigaba hacía que cierta gente en otros tiempos ofrecía este ejemplar como el mejor regalo durante estas fechas: la Navidad.