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Despiadado Julio César

Las decenas de miles de muertos en Kessel demuestran hasta qué punto Julio César careció de piedad

/ 24 de diciembre de 2015 / 05:58

En el año 55 antes de nuestra era, dos tribus germanas, los téncteros y los usípetes, expulsadas de sus territorios por otros bárbaros, pidieron permiso para cruzar el Rin e instalarse en lo que entonces era el norte de la Galia. Julio César decidió que representaban un peligro para Roma (o quería enriquecerse con los bienes arrebatados al enemigo) y ordenó su exterminio.

Así describe el episodio en el tomo IV del libro La guerra de las Galias: “La conclusión de César fue que no podía tratar de amistad mientras no desocupasen la Galia, no siendo conforme a razón que vengan a ocupar tierras ajenas los que no han podido defender las propias; que no había en la Galia campos baldíos que poder repartir sin agravio, mayormente a tanta gente”. En este mismo texto se sitúa la matanza en la confluencia de los ríos Mosa y Rin, lo que ha representado un misterio histórico considerable porque los dos cauces no se cruzan en la actualidad. Dos mil años después, este problema ha sido resuelto por un equipo de la Universidad de Ámsterdam, dirigido por el profesor Nico Roymans.

El lugar se encuentra en el sur de Holanda, cerca de la ciudad de Kessel y ahí se cruzan el río Mosa y el Waal, un brazo del Rin. “No podemos olvidar que los Países Bajos ocupan el estuario de dos cauces y que la geografía del siglo XXI no se corresponde con la de la época romana”, explica por teléfono el profesor Roymans, quien anunció el descubrimiento hace dos semanas. El Waal y el Rin eran entonces el mismo río.

Desde hace tres décadas, en esa misma zona aparecían los vestigios de lo que parecía una gran batalla: armas, cascos y, sobre todo, cadáveres, muchísimos cadáveres. Sin embargo, dado que habían sido removidos por el agua, era imposible datarlos con precisión siguiendo técnicas exclusivamente arqueológicas. “Después de someter los restos humanos a dos procesos científicos, hemos logrado identificar la batalla. Por un lado, con el carbono 14 sabemos que su muerte ocurrió en el mismo periodo del que habla César. Por otro, gracias al estudio de sus dientes hemos determinado que no provenían de esta zona, sino del norte del Rin. De nuevo, confirma lo escrito en La guerra de las Galias, prosigue el profesor Roymans, un experto en la presencia romana en el bajo Rin y catedrático de arqueología en la Universidad de Ámsterdam.

Genocidio es una palabra contemporánea, acuñada al final de la Segunda Guerra Mundial por el jurista judío Raphael Lemkin para tratar de definir los horrores del nazismo. Significa el intento de destruir a un grupo étnico o religioso. Utilizarla para definir la conquista de las Galias es sin duda un anacronismo, pero muchos historiadores han descrito lo que hizo César al otro lado de los Alpes como algo muy parecido a un genocidio. Las decenas de miles de muertos en Kessel —unos 150.000 según los arqueólogos— demuestran hasta qué punto careció de piedad.

Los huesos encontrados resumen todo un gabinete de horrores: víctimas de todas las edades, la inmensa mayoría de ellos con heridas mortales, con lanzas clavadas en el cráneo. “Genocidio es un término moderno, pero si con ello nos queremos referir a la exterminación de un pueblo, se puede aplicar sin duda en este caso. Julio César lo cuenta además sin problemas. La matanza de niños y mujeres no era considerado un tabú en aquellos tiempos (…) Su objetivo era claramente el exterminio total de esas dos tribus. La conquista de Galia fue salvaje, no tiene nada que ver con la idea posterior de la Pax Romana”, prosigue Roymans.

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Los crímenes sin castigo de la guerra

El Centro Wiesenthal asegura que, desde Nuremberg, unos 106.000 soldados alemanes o nazis han sido acusados de crímenes de guerra, unos 13.000 han sido encontrados culpables y más o menos la mitad sentenciados. No existe ningún cálculo de las personas que pudieron participar en crímenes de guerra.

/ 10 de mayo de 2015 / 04:00

Al final de la II Guerra Mundial, el mundo se despertó del horror con una destrucción que nunca había conocido, 60 millones de muertos y una nueva forma de crimen, el exterminio industrial de todo un pueblo, para el que hubo que crear una palabra, genocidio. El primer ministro británico Winston Churchill propuso fusilar sin juicio a los jerarcas nazis según eran capturados. Al final se impuso el derecho y se abrieron los procesos de Nuremberg, durante los que fueron juzgados y condenados los 24 principales dirigentes del régimen de Hitler que, a diferencia de su líder, habían sido capturados con vida.

Pero después, tras varios juicios de Nuremberg contra criminales menos relevantes y procesos en países que habían padecido especialmente la crueldad hitleriana, como Polonia, los casos se fueron enfriando y muchos nazis lograron huir a España o América Latina a través de las famosas rutas de ratones. Aquellos que tuvieron un papel menos destacado simplemente volvieron a su vida cotidiana en Alemania y lograron quedar fuera del radar durante décadas. Es cierto que Adolf Eichmann, uno de los arquitectos del Holocausto, fue capturado en 1960 en Argentina por el Mosad y juzgado en Israel; pero Josef Mengele, el sádico médico de Auschwitz, se ahogó en Brasil en 1979 o Ante Pavelic, el dirigente del estado genocida croata responsable de millones de muertes de serbios y judíos, murió tranquilamente en España en 1959.

Pese a un último esfuerzo que acaba de lanzar Alemania contra guardias de Auschwitz nonagenarios o de la Operación Última Oportunidad del Centro Wiesenthal, cuando se conmemoran los 70 años del suicidio de Hitler, el 30 de abril, y del final de la II Guerra Mundial, el 8 de mayo, tanto los historiadores como los cazadores de nazis coinciden: muchas víctimas no han tenido justicia. Los motivos son numerosos: el estallido de la guerra fría, la imposibilidad de perseguir a todos aquellos que habían cometido atrocidades porque su número era inmenso, la necesidad de olvidar de la sociedad alemana…

La impresión general es que los últimos movimientos contra los criminales llegan demasiado tarde, porque ya casi no quedan perpetradores vivos y las víctimas, poco a poco, se van apagando. El semanario alemán Der Spiegel publicó en 2014 un largo reportaje titulado “¿Por qué los últimos SS se irán impunes?”. Su conclusión era que “el castigo de los crímenes cometidos en Auschwitz fracasó no porque un puñado de jueces y políticos tratasen de frenar esos esfuerzos, sino porque muy poca gente estaba interesada en perseguir y condenar a los perpetradores. Muchos alemanes eran indiferentes a los crímenes cometidos en Auschwitz en 1945 y así siguió”.

Como escribe al final de su biografía de Hitler el historiador Ian Kershaw, “muchos de los que tenían una mayor responsabilidad consiguieron escapar sin castigo. Numerosos individuos que habían desempeñado cargos de gran poder en los que determinaban la vida o la muerte y se habían llenado los bolsillos al mismo tiempo a través de una corrupción sin límites, consiguieron evitar en todo o en parte un castigo severo por sus acciones y, en algunos casos, lograron prosperar y triunfar en la posguerra”.

“Nuremberg estaba solo pensado para los líderes nazis”, asegura Efraim Zuroff, uno de los últimos cazadores de nazis desde el Centro Simon Wiesenthal. “Su objetivo no fue nunca llevar ante la justicia a todos los criminales de guerra nazis, lo que era una misión imposible porque su número era enorme”, prosigue Zurof, quien reconoce que “la guerra fría tuvo un efecto muy negativo” sobre la búsqueda de criminales. Algunos, como Klaus Barbie, fueron reclutados por los servicios secretos estadounidenses para utilizar la información que tenían.

La magnitud de los crímenes es difícil de imaginar: los campos de exterminio, los campos de concentración, los Einsatzgruppen que fusilaron a cientos de miles de personas en el Este, los asesinatos de rehenes, las torturas, las leyes raciales, las atrocidades de todo tipo en decenas de países. Se trata de crímenes que, conforme pasaban los años, cada vez son más difíciles de probar ante un tribunal, según han ido desapareciendo los testigos o apagándose su memoria. De hecho, uno de los casos más famosos, el de John Demjanjuk, basó toda su estrategia de defensa en que no era él, en que los testigos que decían reconocerle se confundían. Ciudadano ucraniano que huyó a Estados Unidos después de la guerra, siempre aseguró que era un refugiado inocente. Fue condenado a muerte en Israel en los ochenta acusado de ser ‘Iván el terrible’, un sádico guardia del campo de exterminio de Treblinka responsable de miles de muertes. Sin embargo, cinco años después, el tribunal supremo levantó su condena: no era ‘Iván el terrible’, aunque sí era sospechoso de genocidio. Fue finalmente condenado en Múnich a cinco años de prisión por haber sido guardia del campo nazi de Sobibor. Murió en 2012.

Su sentencia fue especialmente importante, no solo porque cerró un caso icónico de la búsqueda de antiguos nazis sino, sobre todo, porque abrió un precedente importantísimo que ha permitido el procesamiento de 12 antiguos guardias de Auschwitz en Alemania, de entre 88 y 100 años: los jueces decretaron que solo el hecho de haber trabajado en un campo de exterminio es un delito en sí, aunque no se demuestre que se haya participado directamente en asesinatos o torturas. El 21 de abril comenzó el juicio contra Oskar Göring, de 93 años, que llevaba las cuentas de Auschwitz: era el responsable de gestionar el dinero robado a los deportados antes de ser enviados a las cámaras de gas o asesinados con trabajo esclavo.

Los historiadores calculan que pasaron por Auschwitz unos 6.500 guardias. En Alemania, han sido juzgados 43 SS, nueve recibieron cadenas a perpetuidad, 25 fueron enviados a prisión y el resto fueron absueltos. Según un recuento del historiador Andreas Sander, los tribunales alemanes han emitido 6.656 condenas desde 1945 relacionadas con la guerra, por delitos que van desde perjurio hasta asesinato, aunque el 90% de las penas fueron inferiores a cinco años. Un cálculo de Centro Wiesenthal asegura que, desde Nuremberg, unos 106.000 soldados alemanes o nazis han sido acusados de crímenes de guerra, unos 13.000 han sido encontrados culpables y más o menos la mitad sentenciados. No existe ningún cálculo de las personas que pudieron participar en crímenes de guerra, aunque el gran historiador de la II Guerra Mundial Max Hastings los cifra en “varios cientos de miles”.

El escritor alemán Christoph Heubner, vicepresidente del Comité Internacional de Auschwitz, calificó en declaraciones a la prensa la falta de persecución de los SS después de la II Guerra Mundial como “uno de los escándalos de la posguerra”. “Los perpetradores esencialmente volvieron a la sociedad de la que venían, desaparecieron en sus barrios de siempre. Durante muchos años, a nadie le importó lo que habían hecho. Para los supervivientes es un hecho amargo el poco interés que había y lo poco que se hizo para perseguir a los perpetradores”.

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La Gran Guerra sigue viva

Todavía no hay un acuerdo global sobre el origen de la Primera Guerra Mundial

/ 22 de febrero de 2014 / 04:24

El año 2014 ha nacido mirando hacia el pasado, hacia 1914, cuando Europa comprobó que el Siglo de las Luces, la revolución tecnológica de la modernidad, la esperanza y la confianza en el futuro podían quedar destrozados en la gran carnicería de la Primera Guerra Mundial. El conflicto estalló en el verano de hace un siglo, unas semanas después del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, el 28 de junio en Sarajevo. Pocas conmemoraciones históricas han provocado un aluvión similar de novedades editoriales y un debate tan profundo. La Primera Guerra Mundial es el conflicto más influyente, sobre todo para Europa, incluso más que la segunda, pero el problema está en que todavía no hay un acuerdo global sobre su origen.

Varios periódicos europeos han dedicado un especial al centenario de este conflicto, cuyas huellas pueden verse en muchos aspectos de la actualidad. Más allá de las fronteras europeas y de Oriente Próximo, profundamente marcadas por el resultado de aquella contienda que acabó con la desaparición de los imperios Austrohúngaro y Otomano, la técnica se convirtió en un elemento esencial de las guerras, el reclutamiento forzoso se generalizó, el movimiento obrero se hizo fuerte, estalló el movimiento de emancipación de la mujer y también el pacifismo.

Conocida como la Gran Guerra hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial, aún más grande, movilizó a 70 millones de soldados y mató a unos 9 millones de combatientes. Somme o Verdún se cuentan entre las batallas más sangrientas de la Historia. Fue también la primera guerra en la que se utilizaron armas químicas y los avances del progreso y de la ciencia dieron lugar al desarrollo de una industria militar y armamentística. Pero la Gran Guerra fue grande por otros muchos motivos. Se implantó un nuevo equilibrio político, cayeron imperios, de los que surgieron nuevos Estados, y desaparecieron tres dinastías. La Alemania derrotada y humillada en Versalles acabaría por convertirse en la Alemania nazi. Y no hay que olvidar que la Revolución Soviética forma parte de la Primera Guerra Mundial.

Pero, por encima de todo, hay un factor que nos conecta directamente con lo ocurrido en 1914: ¿Por qué? El historiador Christopher Clark, autor del influyente ensayo Los sonámbulos  sobre el arranque del conflicto, reflexiona sobre las causas que motivaron el estallido de la Primera Guerra Mundial, que son todavía, 100 años después, objeto de un encendido debate político e historiográfico. “En los últimos años, las afinidades se acumulan. Es ya casi un tópico decir que el mundo en el que vivimos se parece cada vez más al de 1914”, escribe Clark, quien evita lo que llama paralelismos fáciles pero deja muchas preguntas inquietantes sobre la mesa. Hablar de 1914 es hablar de 2014: quizás la única respuesta segura.

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Siempre son demasiados

Siempre son demasiados, pero el número de niños asesinados no decide el destino de una guerra.

/ 10 de junio de 2012 / 05:29

Cuántos muertos son demasiados muertos? ¿Cuándo una matanza cambia el destino de una guerra? ¿Cuándo desencadena una intervención internacional? Antes de ser asesora del presidente Barack Obama en asuntos internacionales, la jurista Samantha Power escribió un ensayo en el que estudiaba cómo EEUU había reaccionado a los genocidios a lo largo del siglo XX, desde las matanzas armenias en Turquía hasta Ruanda y Bosnia. Un problema del infierno: América y la era del genocidio, con el que ganó el Premio Pulitzer, arranca con la matanza del 5 de febrero de 1994 en el mercado de Sarajevo. Un proyectil de mortero serbio mató a 68 personas y provocó 200 heridos. Entonces, como ahora en Hula, las imágenes dieron la vuelta al mundo. Entonces, como ahora, los verdugos acusaron a las víctimas: Bachar el Asad señaló a “terroristas”; Mladic y Karadzic a los bosnios de bombardearse a sí mismos para provocar la reacción internacional. Entonces, como ahora, la comunidad internacional se movilizó para tratar de frenar la matanza.

Power recuerda las palabras de Clinton cuando la CNN saturaba las televisiones de medio mundo con los cuerpos destrozados en el mercado: “Nadie debe dudar de que la OTAN se pondrá en marcha. Cualquiera que bombardee Sarajevo debe estar preparado para asumir las consecuencias”. Solo después de la matanza de Srebrenica, en julio de 1995, cuando 8.000 varones musulmanes fueron fusilados ante las narices de los cascos azules holandeses, la OTAN bombardeó las posiciones serbias y acabó con el cerco. El plan de paz de Dayton detuvo la guerra, es cierto, pero construyó un país imposible con las fronteras creadas por la limpieza étnica. Después de las fallidas intervenciones internacionales en Croacia, Bosnia, Ruanda y Somalia, donde los crímenes de guerra se cometieron ante la mirada de la ONU, el asesinato de 45 albaneses en Racak desencadenó la intervención en Kosovo.

“El camino hacia la guerra está lleno de masacres”, escribe el experto militar Shashank Joshi en un análisis para la BBC en el que explica, sin embargo, que cada masacre es interpretada de forma totalmente diferente por las partes y que los factores que desencadenan una intervención no tienen que ver, al final, con lo que ocurre sobre el terreno, sino con la diplomacia internacional. Las posiciones de Rusia y China, el gran juego de Oriente Próximo, el equilibrio entre suníes y chiíes, la necesidad de Obama de mostrarse fuerte en el terreno internacional pueden decidir el futuro de Siria, no los niños asesinados de Hula. Power, que no olvidemos es actualmente una asesora de Obama, explica en su ensayo que durante mucho consideró que la política estadounidense de no intervención ante los genocidios reflejaba un fracaso, pero que, tras su investigación, descubrió que “no reflejaba un sistema político roto, sino uno extraordinariamente eficaz: ningún presidente ha hecho de la política contra el genocidio una prioridad y ninguno ha pagado un precio político por ello”. Siempre son demasiados muertos, pero no deciden el destino de una guerra.

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