De vez en cuando se le ocurre a uno llamar a la Policía. De tanto en tanto siente uno, como un niño, que no queda nada más sino acudir a alias “las autoridades”. Pero —en nombre de todas esas noticias cinematográficas, de serie B, sobre corrupción y arbitrariedad y violencia, y en nombre de aquellas veces que nos ha salido mal pedirle auxilio a un “señor agente”— suele pasar que se alcanza a pensar: “No, mejor no, mejor dejar así”, como si se hubiera estado a punto de caer en una trampa, uf. Para qué permitirles que ejerzan su poder, su imperio de los tiempos de la ley de la selva: “nombre…”, “papeles…”. Para qué dañar una relación que ni siquiera existe. “Buenos días”, les dice uno a los patrulleros, respetuoso e indefenso ante las armas y los radioteléfonos, cuando se los encuentra por ahí. Y ya. Ni una palabra más por si acaso.

Y mucho menos ahora que un puñado de periodistas colombianos, que día a día se juegan la vida por contar este drama que se niega a dejar de ser una tragedia, han tenido el coraje para denunciar que están siendo perseguidos, violentados por haber tenido el coraje de denunciar la podredumbre allá adentro en la Policía: el coraje de decir en voz alta que “altos mandos” de la organización han estado tolerando una red de prostitución, “la comunidad del anillo”, para chantajear a los poderosos que caigan en ella; que con el pretexto de “proteger el proceso de paz”, desde una sala clandestina que sería la prueba de que la realidad es un thriller, se han estado interceptando las comunicaciones de los reporteros que han investigado las sordideces de la institución; que la idea era usar, extorsionar o enlodar a los reporteros espiados, y reinar por debajo.

Pero los valientes reporteros perseguidos, que conocen bien este país, de película de horror, en donde en las últimas cuatro décadas han sido asesinados 144 como ellos, no se callaron una sola palabra ni se dejaron intimidar. Vicky Dávila, de la emisora La FM, no solo no temió al aire, no, sino que desde su cabina en el barrio La Magdalena de Bogotá habló a las claras del silencio cómplice de los directores de la Policía Nacional. Daniel Coronell, de la revista Semana, subrayó en su columna que detrás de la persecución se encuentra “el descomunal enriquecimiento” de los altos oficiales. Y Claudia Morales, del programa radial La Luciérnaga, llamó “una babosada” —y con razón— a la colombianísima e inutilísima comisión de ilustres propuesta por el Presidente para ver qué es lo que está pasando allá adentro.

El gendarme francés Gilibert renunció en 1899 a la jefatura de la Policía bogotana, luego de siete años de tratar de convertirla, pobre hombre, en un cuerpo civil a favor de los demás, pues —según dijo en su renuncia— sería imposible montar en Colombia una gendarmería decente mientras siguiera dependiendo tanto de los políticos de turno como de los ministros de la guerra. Quiénes, si no los reporteros, los controlan, los fiscalizan 116 años después. Quién diablos les entregó las aduanas y quién les dio el poder sobre el tránsito: “papeles…”. Quién los hizo los supuestos protectores de los menores de edad, Dios, amos y señores de la “Tierra Media”. “Yo no tengo nada en contra de la Policía —decía, lacónico, Alfred Hitchcock—: solo les temo”.

Estoy oyendo a Dávila, de La FM, repetir al aire que su equipo seguirá contando la verdad. Habla encerrada en su locutorio, en el pacífico barrio victoriano de enredaderas y de ladrillos, en nombre de los reporteros de las regiones colombianas que viven con la muerte en los talones porque nadie los ve hablar. Se trata de que podamos salir de nuestras cabinas sin este miedo a la Policía que es un hábito, y un peso, y una servidumbre.