El arte de la conversación
En la última década la sociedad, sobre todo la urbana, ha perdido el sutil arte de la conversación.
No se miran, pero están juntos. No se hablan. Sus ojos enrojecidos están atrapados por la pequeña pantalla. Son las nuevas parejas que han perdido el gusto por la conversación ¿o es que conversan de otra manera? Lo cierto es que durante la última década la sociedad, sobre todo la urbana, ha perdido el sutil arte de la conversación, arrinconada ahora en los parques donde jubilados clásicos se reúnen para hablar de sus antiguas glorias y a piropear a jovencitas, convirtiéndose en viejitos verdes y odiados por las feministas, quienes no sospechan que es solo un acto lírico sin mayores consecuencias. Las cafeterías ahora están repletas de jóvenes que conversan animadamente con sus computadoras portátiles, tabletas, celulares inteligentes y otros artilugios en reemplazo de su interlocutor material.
Hace una década fui a Berlín y me encandilaban sus Gardenbier, un equivalente a la chichería cochabambina donde los bávaros engullían cerdos embadurnados en paprika, con abundante cerveza, acompañados de risotadas y bromas: un olor a vida que se impregnaba entre los árboles y las mesas de los comensales. Hace poco volví al mismo lugar, y lo que vi me estremeció: todo era silencio y habían reducido las mesas para una persona, adaptado enchufes para que las máquinas, que reemplazan a los seres humanos de carne, hueso y olor, tengan energía garantizada. La impresión de una pesada soledad me puso triste. Este fenómeno ha cundido por todo el mundo y ha producido algo grave, que el papa Francisco ya advirtió: la indiferencia global y la soledad. Indiferencia con la pareja, indiferencia a la hora del almuerzo con la familia, entre amigos, lo paradójico es que esto sucede en la esfera privada, en cambio, es muy útil y peligrosa en la esfera pública, porque vivir y conversar son actos conectados. Ya Pericles en su agenda política deseaba un “pueblo más sano y conversador”.
Muchos desmanes políticos y desatinos diplomáticos tienen su causa en la poca habilidad de establecer una conversación, hoy cada vez más necesaria porque conversar requiere de diálogo. Muchas desavenencias trágicas entre parejas son fruto del silencio. La distancia entre los cuerpos también puede aplicarse entre vecinos y puede ampliarse a la ciudad y al mundo.
Actualmente a nadie le interesa por ejemplo lo que está pasando en este momento en el continente africano, lugar de constantes catástrofes políticas, de guerras tribales que no aparecen en los medios que prefabrican realidades convenientes para alejarnos de la vida. Estamos inmersos en una sociedad panóptica, donde somos observados constantemente y tenemos la ilusión de observar también, sin mirar lo que está a nuestro alrededor o en nuestras narices. Sin embargo, también la tecnología de los medios facilita las nuevas velocidades que la sociedad actual nos impone: “sabemos” qué está pasando en el mundo al instante, lo que no ignoramos es quién nos lo dice; nos comunicamos rápidamente con personas alejadas y sabemos, más o menos, como están; podemos informarnos de todo y averiguar hasta chismes banales y perder el tiempo o hacer negocios feisbukeando, chateando o whatssapeando, nuevo lenguaje que se incorpora a la vida rutinaria.
Menos mal que para nuestro consuelo todavía sabemos conversar: lo hacemos en los mercados, en los vehículos del transporte público y en espacios con multitudes. Hace años intervine en una conversación que no olvido y siempre la cuento: el colectivo número dos circula la ciudad por barrios populares y de clase media; en la avenida Buenos Aires se montaron dos jóvenes señoras, con el típico aire de birlochas contrabandistas. Una de ellas, Martha, empezó a contar sus problemas amorosos con Julio, quien le había amenazado: —O te vas con tu madre o conmigo, ¡escoge! Todas las señoras y algún achachi metiche intervinieron, opinando sobre cómo debía comportarse: —¡Debías mandarlo al diablo! ¡Ojj Habiendo tantos hombres! Y casi al unísono le preguntamos a Martha: —Y qué le respondiste… Le dije: —Julio, ¡cómo quieres comparar una caca con una estrella! Una celebración colectiva cundió entre los pasajeros y no quise bajarme, porque la conversación se ponía sabrosa, pero lo hice con esta historia.