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La hora de la integración

Este año no corresponde ciertamente al inicio de un nuevo ciclo latinoamericano. Se trata más bien de una coyuntura típica de crisis donde las antiguas tendencias mantienen todavía cierta vigencia, mientras que las nuevas no acaban de consolidarse. Un caso clásico de transición y transformación, sin certidumbres precisas sobre los probables desenlaces. Por consiguiente, no se pueden anticipar desde ahora las contradicciones fundamentales emergentes, los marcos institucionales en que se desplegarán las luchas políticas, ni los liderazgos que protagonizarán la disputa efectiva por el poder. Por eso mismo, las diversas interpretaciones de la situación económica y política de América Latina muestran grandes discrepancias, enormes incertidumbres y, como no pueden faltar, gran cantidad de aserciones dogmáticas a la hora de encontrar los factores causales del cambio de tendencias.

Si no se comprendieron en verdad las fuerzas motrices del ciclo previo de auge externo y bonanza fiscal relativa, poco se puede esperar ahora respecto de una lectura ajustada a las evidencias sobre la nueva coyuntura regional. La posibilidad de practicar políticas inéditas de redistribución del excedente en favor de los estratos sociales menos favorecidos no fue creada por las políticas de los gobiernos que las aplicaron a su sazón; lo que sí ocurrió es que la correlación política imperante en esos países permitió la captura fiscal del excedente generado por las circunstancias imperantes en la economía mundial. En efecto, el crecimiento espectacular de China trajo consigo una demanda dinámica por materias primas, energía, minerales y alimentos. Con ese viento de cola las economías emergentes de Asia, África y América Latina lograron niveles de crecimiento superiores a las de su pasado inmediato, que las convirtieron a su turno en el grupo económico con mayores tasas promedio de expansión económica y, por eso mismo, en uno de los motores del comercio internacional.

A comienzos de la presente década había euforia en algunos organismos multilaterales, así como en muchos informes oficiales de los gobiernos latinoamericanos. La crisis financiera global no había causado daños mayores a las economías latinoamericanas, que lograron soslayarla en buena medida. Fueron pocas las voces que alertaron ya desde entonces sobre los aspectos negativos de la redistribución sin transformación productiva, sobre la falta de políticas industriales y tecnológicas, y sobre los retrocesos en la integración real de los países latinoamericanos. El estruendo de la retórica triunfalista impidió un debate sereno e informado sobre la situación real de la región, en el contexto de una economía mundial que se encontraba fuera de quicio.
Acto seguido, la producción y el comercio perdieron impulso pari passu con el surgimiento de diversos conflictos institucionales y tensiones geopolíticas en Europa, el agravamiento de la guerra civil en Siria, la cuestión de Ucrania y sus secuelas; la reanudación del terrorismo y, por último, la grave crisis humanitaria de refugiados en el Mediterráneo. La sola enumeración de estos problemas expresa la erosión del orden global y las capacidades hegemónicas del pasado no muy lejano.

Este es probablemente el componente más relevante de la presente coyuntura: no existe un diseño viable de nuevo orden global, ni las fuerzas materiales e ideológicas capaces de ponerlo en vigencia. El desorden y la fragmentación predominarán en el escenario internacional de las próximas décadas. Y eso precisamente proporciona la oportunidad para los países latinoamericanos de ampliar sus márgenes de autonomía colectiva mediante la reanudación de la integración con menos retórica y más pragmatismo. Pero eso requiere un liderazgo generacional que todavía no se ha hecho presente.