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Plan Nacional de Desarrollo

Celebramos la presentación en días pasados del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social, ya que pone en mesa el proyecto de país sobre el que podemos discutir en el próximo referéndum. Ya no se trata, como expresó el Presidente del Estado, de la definición de nuestro voto en torno al amor o desamor hacia él, sino en imaginar una propuesta de desarrollo y adscribirnos o no a ella. Esto sin duda cualificará una campaña que ha sido poco atractiva y vacilante desde ambos frentes.

Escuchar la exposición de la propuesta ya fue un ejercicio de disciplina y paciencia. El aparato comunicacional del Estado no se compadece suficientemente de su audiencia para buscar una forma pedagógica de difundir el plan, sin someternos a una danza de cifras y datos que dura horas y confunden al propio Presidente. Esperamos que en las próximas semanas contemos con una serie de material didáctico que nos permita conocer a profundidad las ideas y discutirlas.

Pero vayamos a la propuesta. Dos datos parecen encabezar un horizonte optimista de futuro: hasta 2020 se prevé un crecimiento económico del 5,8% que logrará disminuir la pobreza extrema a 9,5%. Los principales instrumentos para impulsar estas metas son la inversión estatal, sobre todo en infraestructura; la posible atracción de mayor inversión extranjera directa (IED); y el compromiso del sector privado que en este plan parece tener un protagonismo mayor.

En el campo social se prioriza la educación y la salud como una apuesta al capital humano que requiere la anhelada diversificación productiva. Sin embargo, todavía la propuesta se centra en el hardware y no lo suficiente en el software, cuyo análisis tanto se requiere. El gran ausente es un abordaje integral y renovado de la crisis en el sistema de justicia, así como una visión de resiliencia y sostenibilidad ambiental que son demandas sociales ya instauradas.  

El plan presenta una serie de indicadores macroeconómicos y sociales ambiciosos que dejan una gran interrogante sobre cómo alcanzarlos. En un contexto internacional de bajos precios de las materias primas y un desempeño triste de la productividad nacional, con muy poca diversificación y agregación de valor, los caminos para alcanzar la meta requieren de un liderazgo estatal potente.

La apuesta demanda una verdadera revolución institucional y voluntad política de los actores económicos, que en el actual contexto no se visibiliza. La energía de los sectores productivos y los territorios todavía parece estar concentrada en disputarse la torta del IDH que se imagina inagotable. Transmitir la visión del desarrollo propuesto y un sentido de responsabilidad compartida pueden ser los desafíos más grandes que enfrenta este plan, ya que no lo imagino sin la concurrencia de las entidades autonómicas subnacionales y los actores económicos privados.

Por otro lado, desde el Gobierno nacional este plan requiere de una batería de políticas sectoriales articuladas y una institucionalidad eficiente en la implementación. Todo esto acompañado de una voluntad de diálogo intersectorial con los actores del desarrollo que implica una transformación en la cultura de la gestión pública. ¿Será posible construir esta estatalidad en la próxima década? El desafío es grande y desde la sociedad tenemos mucho por discutir para, con base en lo planteado, construir en diálogo el desarrollo que queremos.