El otro mercado
El sistema nos coloca en la disyuntiva de acudir al ‘otro mercado’ o ponerle un candado a la industria
La caída de precios de commodities en el mercado internacional, que ya se puede catalogar como crítica para los intereses de los países productores, tiene la virtud de sincerar la dimensión de las políticas económicas en curso en el país y de hacernos pisar tierra sobre sus alcances. Como analicé en esta columna hace algún tiempo (¿Mal holandés? La Razón 21/03/14), vivimos la fase terminal del modelo al que alude el artículo, en la que la aparente relación causal negativa entre extractivismo y desarrollo desnuda la debilidad estructural del Estado para capear la caída de precios, lo que le obliga al Gobierno a tomar medidas proteccionistas para mantener la aparente bonanza que precedió al actual estado de cosas, aumentando la inversión estatal vía endeudamiento externo a fin de mantener los niveles de intercambio en el mercado interno.
Esto, que es la base de nuestro modelo económico, es muy sensible y tiene repercusiones políticas importantes si no se controla adecuadamente. Una cosa es mantener el equilibrio en un reducido mercado interno y otra el jugar en las ligas mayores de mercados de ultramar, donde la lógica especulativa del capital no se compadece de los lamentos de los productores de materias primas. La filosofía de mantener a rajatabla la soberanía de nuestras decisiones con medidas de aldea ancestral para jugar en mercados globalizados, donde comprar barato para vender caro fue (y es) la regla de oro desde hace milenios, donde y como dice un viejo anónimo “Alquimia probada es ganar mucho sin gastar nada”, nos coloca en la encrucijada que vivimos: no hay diversificación de nuestra producción, los costos en sectores no tradicionales (agricultura, manufactura e industria) se han elevado, la competitividad ha caído y florece la informalidad. De manera particular, la minería del país está contra las cuerdas, no hay diversificación y menos industrialización, los emprendimientos privados están a punto de colapsar por los precios de mercado y los elevados costos de producción, la generación de nuevos emprendimientos está paralizada en el sector privado. Dependemos de la inversión y de proyectos estatales, también de la producción y manufactura de metales del subsector informal minero.
Hemos perdido una década sabiendo lo que vendría y no hemos estructurado las instituciones mineras básicas del sector, la Corporación Minera de Bolivia (Comibol) y el Servicio Nacional de Geología y Minería (Sergeomin) siguen sin empoderarse, la legislación actual hace que el sector privado sea un espectador y/o un operador de proyectos ajenos, las reglas de juego son restrictivas (una “camisa de fuerza” comentaba en esta columna varias veces), los actuales proyectos del Estado no caminan como desearíamos. El empoderamiento del Estado como actor productivo no pasa de ser un eslogan. Nos hemos olvidado del “otro mercado”, aquél de la vida real y no de los sueños, aquél donde acudíamos en los dorados años de la minería en las décadas de 1930 y 1940, aquél donde don Simón I. Patiño, uno de los barones del estaño, realizara la mayor aventura de la minería nacional. Sin entrar en consideraciones ideológicas sobre lo que este hombre hizo, estimo que Comibol debiera ser la abanderada del retorno a la lógica del mercado, de la inversión en países y empresas de ultramar, a la lógica de volver a ser una “corporación” que juegue en las ligas mayores de la minería internacional; ya lo hicimos en los viejos tiempos, ¿por qué no ahora? La lógica de la industria nos coloca en la disyuntiva de acudir al “otro mercado” o ponerle un candado a la industria.