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El inquietante legado de la Guerra Fría

Los ‘chekistas’, funcionarios formados en el KGB, controlan los poderes fácticos de Rusia

/ 24 de enero de 2016 / 04:01

El reciente fallo del tribunal británico según el cual el presidente de Rusia, Vladímir Putin, podría estar involucrado en la muerte del exagente de Servicio Federal de Seguridad (FSB) Alexandr Litvinenko, se produce en un clima de confrontación acrecentado en los últimos años entre Rusia y Occidente. Pero, más allá de este asunto concreto, los poderes fácticos en Rusia están controlados hoy por los chekistas, los funcionarios formados en el KGB (Comité de Seguridad del Estado) de la Unión Soviética y su heredero, el FSB. Chekistas son Putin y la gente de su confianza, dedicada a la defensa de la patria frente a sus “enemigos”, siguiendo modelos acuñados en la época de la Guerra Fría. A los veteranos, que estudiaron o trabajaron con Putin en Leningrado o durante su época de espía en la República Democrática Alemana, se les han unido jóvenes deseosos de hacer carrera y méritos en cuerpos muy bien pagados, respetados y temidos, gracias a la sensibilidad del presidente.

Los cuerpos de seguridad rusos siguen rigiéndose por inercias, métodos y patrones del pasado, y no se someten al control de la sociedad, lo cual sería un problema si los dirigentes del Estado aspiraran a una democratización, entendida de acuerdo con los baremos del Consejo de Europa, en el que Rusia ingresó en 1996. Un oficial del KGB de la URSS que pasara información al “enemigo” (y Occidente era el enemigo), hubiera sido considerado como un traidor en su antigua “casa madre” y muy probablemente condenado a muerte en secreto; ejemplos hay en la historia soviética, pues la pertenencia a los servicios de seguridad en aquel Estado no era una profesión de la que se pudiera abdicar, sino una condición de por vida. Desde esta lógica y si las tradiciones siguen vivas, la muerte de Litvinenko encaja en las leyes de un cruel género, todavía vigentes.

El enquistamiento de los órganos de seguridad en los viejos castillos de la Guerra Fría frena el desarrollo de la sociedad civil y la apertura de Rusia al mundo, al proyectar una sospecha generalizada sobre todo aquello que o bien es extranjero o no es controlado por quienes se atribuyen el monopolio de la seguridad del Estado, entendida de forma monodimensional. Los órganos de seguridad controlan —y vetan— los contactos de los funcionarios rusos con extranjeros, incluso con representantes de las organizaciones humanitarias más transparentes, y deciden quién debe ser expulsado por “indeseable”. Los servicios de seguridad imponen su criterio a otras instituciones del Estado, como el Ministerio de Exteriores o los institutos de Investigación y las universidades, por ejemplo.

El comportamiento político de la “corporación” de los chekistas del siglo XXI fue descrito por uno de ellos, Víctor Cherkésov, en 2007 en el diario Kommersant. Cherkésov, quien fue el representante del presidente Putin en el distrito del Noroeste de Rusia, dibujaba tres posibles evoluciones del grupo corporativo llegado al poder en 2001. La evolución óptima, opinaba, era contribuir a desarrollar la sociedad civil. Otra posibilidad era un cambio gradual que entrañaba el riesgo de corporativismo negativo y el peligro de caer en “un nuevo feudalismo” y evolucionar como las “peores dictaduras” latinoamericanas. El tercer camino, “incompatible con la vida”, según Cherkésov, era “repetir los errores catastróficos” que precedieron al fin de la Unión Soviética.

El pasado es parte del presente hoy en Rusia y sus relaciones con el mundo. Prueba de ello es que los archivos de las instituciones de seguridad de la URSS, desde 1917 a 1991, seguirán cerrados treinta años más, según una decisión tomada en 2014 por la comisión intergubernamental de defensa de los secretos de Estado. Habrá que esperar, pues,  para conocer todos los detalles de las ejecuciones en el extranjero.

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Ucrania, entre lo posible y lo pésimo

El este de Ucrania podría ser otro espacio enquistado sin que se resuelva la esencia del conflicto

/ 15 de febrero de 2015 / 04:00

El pacto alcanzado el jueves para la paz en el este de Ucrania podría no ser lo más óptimo para ninguna de las partes involucradas, ni para Rusia, ni para Ucrania, ni para los separatistas prorrusos, ni tampoco para la Unión Europea, que siente en su territorio las siniestras vibraciones de una guerra cuyos muertos se cuentan por miles y sus afectados por millones. En forma de deseo, lo óptimo sería una especie de rebobinado de los acontecimientos del pasado año en Ucrania, retomando la acción antes de los primeros muertos en el Maidán de Kiev, en enero de 2014.

El pacto puede conducir a la fijación de otro espacio enquistado, que se sumará a los conflictos congelados heredados de la URSS. Estos conflictos, que en su origen respondían a dificultades de convivencia reales entre distintas comunidades sobre el terreno, adquirieron con el tiempo un valor simbólico global como miniescenarios de la Guerra Fría entre Rusia y Occidente. Para quienes celebraron el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín el pasado otoño, es vergonzoso que en 2015 no se haya resuelto aún el conflicto del Transdniéster, en plena Europa. En Donbás cabe esperar algo peor, dado que el envenenado ambiente entre Kiev y los separatistas prorrusos está lejos de la relativa tolerancia y liberalidad reinante entre el Transdniéster y Chisinau, la capital de Moldavia.

Para encontrar una solución verdadera para el este de Ucrania hay que llegar a un acuerdo sobre un marco de seguridad conjunto percibido como estable y seguro por Rusia y por sus vecinos occidentales europeos. Todo lo demás son apaños, aunque Occidente esté presto a pagar para que las andanadas de artillería no le suenen tan cerca.

Así las cosas, todas las partes tienen razones para cerrar un pacto por la paz ya, aunque sea provisional. Para Rusia, son los crecientes gastos de la guerra (envío de apoyo logístico militar y ayuda humanitaria y económica) y el temor a que el endurecimiento de las sanciones contribuya al deterioro de la situación económica del país, donde se producen despidos masivos que afectan a grandes centros industriales y también a regiones que, como Kaluga, fueron modelo de la nueva cooperación industrial con Occidente.

Para Ucrania, la crítica situación financiera y los temores de que en estas condiciones desfavorables la sangría humana genere protestas desestabilizadoras para las autoridades (un tercer Maidán), y que los jóvenes no acudan al frente. En Kiev hay miedo a que Debáltsevo, donde son acosados varios miles de uniformados leales a las autoridades de Kiev, acabe en una carnicería.

Para los separatistas, mejor que desgastarse en la guerra es subsistir en una autonomía territorial, incluso confusa, si cuentan con un alto el fuego asegurado y tal vez la protección de pacificadores. Hoy la contienda agrava cada vez más la situación humanitaria y convierte el territorio bajo su control en unas ruinas sin perspectivas.

En el Foro de Seguridad de Múnich, el ministro de Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, dio una pista de lo que su país quiere, al margen de los métodos destructivos y contraproducentes que emplee hoy para lograrlo: a saber, “formar un espacio económico y humanitario único que se apoyara en los principios de seguridad indivisible e igual en toda nuestra región”. Para que estos postulados globales prosperen, hay que enfriar el conflicto en el este de Ucrania; y después, sin bajar la guardia, otear el horizonte en busca de nuevas construcciones más sólidas, en las que la anexionada Crimea debe estar también sobre la mesa.

Mientras, como resultado conjunto de la diplomacia, es posible la aparición de otro de esos espacios enquistados donde los organismos internacionales ejercen su tutela durante años, sin resolver la esencia de los conflictos.

Es periodista e investigadora, corresponsal de El País en Rusia y los Estados postsoviéticos.

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Un país bipolar

La influencia en Ucrania de los imperios Austrohúngaro y zarista predomina hasta el día de hoy

/ 3 de mayo de 2014 / 08:18

El Estado de Ucrania, que surge del derrumbe y desaparición de la Unión Soviética en 1991, es una suma de territorios con distintas biografías históricas y distintas influencias exteriores, las cuales se superponen, se entrelazan y se disuelven a lo largo de los siglos. El primer Estado de los eslavos orientales, la Rus de Kiev en el siglo IX, está en las raíces culturales y de identidad de Rusia y Ucrania, y de ahí la importancia que tiene Kiev como punto de referencia para los dos países vecinos, pues fue allí donde el príncipe Vladimir el Grande adoptó el cristianismo de Bizancio en 988.

A lo largo de los siglos, el territorio de la actual Ucrania ha sido escenario de los avances y retrocesos de diversos conquistadores, como el Estado Polaco-Lituano, la Rusia zarista, el imperio Austrohúngaro y el imperio Otomano. En sus expansiones, estos conquistadores incorporaban a sus dominios a pueblos de lealtades cambiantes, que conservaban, no obstante, sus propias características y sus propios intereses. Ucrania es la tierra de los cosacos, hombres guerreros que servían a uno o a otro invasor, sellaban y rompían alianzas, siguiendo siempre sus propios intereses y aspirando a su propia independencia. La tradición cosaca puede considerarse como uno de los componentes de la identidad ucrania actual y su estudio ayuda a comprender actitudes que se reflejan en los procesos políticos actuales.

En la historia de Ucrania hubo varios intentos de crear Estados independientes, siendo los proyectos más notables el Estado cosaco de Bogdán Jmelnitski, que pactó con el zar de Rusia Alexei Mijáilovich (1654), y en el siglo XX el proyecto de la República Popular de Ucrania y la Ucrania Soviética, ambos en 1918.

La influencia del imperio Austrohúngaro y del imperio zarista se refleja en los dos mundos culturales que predominan en la Ucrania de hoy. En el entorno de influencia austrohúngaro predomina la tradición de los uniatos (grecocatólicos de rito oriental que se someten al Vaticano) y en el entorno dominado por el imperio zarista, la religión ortodoxa. También los idiomas dividen a Ucrania. El ucranio se benefició de la diversidad aceptada en los territorios del imperio austrohúngaro y fue reprimido por la política zarista. De ahí que en los territorios del oeste el idioma ucranio sea predominante, y en el este lo sea el ruso, aunque entre estas dos lenguas hay diversas variedades dialectales (el surzhik) que los combinan.

Ucrania fue una de las 15 repúblicas socialistas soviéticas federadas en la URSS y formalmente era un país con representación en la ONU y voluntariamente integrado en la Unión Soviética.

En virtud del pacto de la URSS con la Alemania nazi en el otoño de 1939, Stalin incorporó a Ucrania territorios procedentes del derrumbe en 1918 del imperio Austrohúngaro, que habían pasado a ser parte de países como Polonia y Rumania, y también territorios que habían pertenecido al imperio zarista. Fue así como se sumaron a Ucrania los territorios de la Galizia oriental, la Bukovina del Norte y la Volhyna. Cierto es que a los dirigentes soviéticos trazaban los mapas a su antojo y despojaron a Ucrania del Transdniester, para formar lo que actualmente es Moldavia, y también de territorios orientales que ahora forman parte de Rusia. En 1946, Stalin unió a Ucrania la región de la Transcarpatia cedida a la URSS por Checoslovaquia. En 1954, Nikita Jruschov le incorporó la península de Crimea, perteneciente a Rusia desde el siglo XVIII y, antes, un floreciente janato tártaro. Este conglomerado multicultural forma hoy un país de 24 provincias, donde el único idioma estatal es el ucranio, aunque existen otras lenguas reconocidas en las regiones, tales como el ruso.

Los ucranios del este y del oeste han sufrido todos ellos la experiencia represiva soviética. En el este, la hambruna, el Golodomor, que causó la muerte de millones de personas a principios de los años 30, y en el oeste, las deportaciones a Siberia que siguieron a la anexión soviética en 1939 y tras la Segunda Guerra Mundial.

Entre las dos Ucranias es posible encontrar denominadores comunes y, en épocas de paz y prosperidad, ambas partes tienden a acercarse. Es más, las dos Ucranias quisieran un gobierno democrático por encima de las diferencias culturales. Sin embargo, cuando los hilos se tensan y se plantean los conflictos de lealtades, todos y cada uno de los ucranios tiende a sus referentes tradicionales, ya sea en Europa, ya sea en Rusia.

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