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¿Y los muertos, Sr. Penn?

La afirmación de que Sean Penn acudió como periodista a la entrevista con ‘El Chapo’ rebasa el límite

/ 27 de enero de 2016 / 04:29

Es el duro que puede ser tierno. El feo que resulta atractivo. El histrión que suelta verdades como puños. Es Sean Justin Penn. Dos Oscar, un Globo de Oro y 55 años. El mismo tipo que el 9 de enero dio un puñetazo al mundo, y posiblemente a sí mismo, al publicar el relato de su encuentro clandestino con el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo.

Una cita con la que sueñan, lo confiesen o no, casi todos los periodistas. Un encuentro al filo de la navaja, donde toda cautela es poca, pero que en manos del turbulento Sean Penn se transformó en cualquier cosa menos periodismo. Sus siete horas con El Chapo devinieron en 10.000 palabras de obsesiva primera persona. Con relato de sus flatulencias e idealización de un narcotraficante en cuyo debe figura haber hundido México en el abismo del terror. “Describir la reunión como una entrevista es un insulto a los periodistas que han muerto en nombre de la verdad”. Así lo sentenció el mismo día de la publicación el veterano reportero Alfredo Corchado, media vida en la frontera y amenazado por los cárteles.

Nadie en México ha aplaudido el trabajo de Penn. No hay duda de que el relato, en esencia un egotrip, ofrece un enorme interés. Ciertos detalles alumbran sobre las interioridades del narcotráfico. El video nos permite ver y oír por primera vez a ese criminal de camisa de seda y voz nasal al que algunos quisieron elevar a leyenda. Atacarle por su reunión es un error. El actor es libre de hacer lo que le plazca con su material. Su opinión es soberana. Pero su afirmación de que acude como periodista sobrepasa el límite. Aparte del compadreo de la cena, ni hay entrevista presencial ni repreguntas. Solo un cuestionario dócil leído entre cantos de gallo por un lacayo. Es decir, sin control periodístico y, en todo caso, sometido a las exigencias del narco, como demuestra que el texto final le fuese enviado a El Chapo para su aprobación final. Una pleitesía que le brindó la revista Rolling Stone.

Hacer periodismo en México puede ser cuestión de vida o muerte. Hay muchos reporteros que lo saben. Que cada día, en Sinaloa, Durango, Tamaulipas o Guerrero, salen a la calle a buscar historias en condiciones extremas. No son famosos ni están bien pagados; ni siquiera gozan del respeto de las autoridades a las que incomodan. Reciben amenazas e insultos. A veces los apalean y, en ocasiones, los matan. Un tiro a la puerta de la redacción. Un secuestro en su propia casa.

Sean Penn no es ningún héroe. Viajó al corazón de las tinieblas escoltado por sicarios. Tuvo cena y halagos de El Chapo. Vivió una noche para el recuerdo y construyó un relato para su mayor gloria personal. Los otros, los periodistas desconocidos que luchan y mueren por hacer su trabajo, jamás tuvieron esa suerte.

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El rey de los toros se viste de oro y plata

El magnate de la minería mexicano Alberto Baillères posee una universidad de élite, grandes almacenes, una petrolera. En esta carrera nunca ha estado ni demasiado cerca ni demasiado lejos del poder político. Por encima, según los expertos, ha prevalecido su poderosa visión estratégica.

/ 26 de abril de 2015 / 04:00

El rey de los toros se viste de oro y plata. El magnate de la minería mexicano Alberto Baillères posee una universidad de élite, grandes almacenes exclusivos e incluso una petrolera, pero la pasión del segundo hombre más rico de México es la tauromaquia, así que se ha plantado en España y puja por convertirse en el mayor empresario taurino del planeta.

En la vida de Alberto Baillères, de 83 años, todo es desmesurado, excepto él mismo. Su mina de plata de El Fresnillo, la mayor del mundo, le proporciona al año 45 millones de onzas; su yacimiento de La Herradura, 400.000 onzas de oro puro. En la balanza de cualquier existencia esto ya valdría para decir basta. Pero no en la de Baillères. Su imperio, de solidez geológica, se expande por espacios tan diversos como los seguros, los almacenes más exclusivos (El Palacio de Hierro) y hasta la educación, con el ITAM, una universidad de élite de la que ha salido la plana mayor económica del presidente mexicano Enrique Peña Nieto. Encumbrado y respetado, el segundo hombre más rico de México podría sentarse tranquilamente en la proa de su yate de 92 metros de eslora a contemplar, como un gemólogo, los mimosos destellos de su fortuna. Pero, a una edad en la que muchos llevan décadas retirados, ha decidido materializar un sueño: convertirse en el mayor empresario taurino del planeta.

No es una pasión nueva. La sangre y la arena forman parte de su biografía empresarial. En México posee los prestigiosos hierros de Begoña y San Miguel de Mimiahuapan. También gestiona cosos como los de Aguascalientes, Guadalajara, Acapulco, Irapuato, León, Guanajuato y Monterrey. Plazas de renombre, pero insuficientes para su afición. Ahora ambiciona España, el centro neurálgico de la tauromaquia.
La conquista se ha iniciado con paso firme. Primero se hizo apoderado de Morante de la Puebla; luego, en agosto de 2014, adquirió la exquisita ganadería Zalduendo, de Fernando Domecq, dedicada a la cría de toros desde el siglo XVIII. Entonces aceleró la jugada con la toma de control de la plaza de Córdoba, la compra de una finca a Litri hijo y la firma de un acuerdo en exclusiva para América con Alejandro Talavante. El remate lo dio en enero con la presentación en Madrid, junto a José Cutiño y Simón Casas —que dirigen 12 plazas de toros en España y Francia—, de una alianza denominada Fusión Internacional por la Tauromaquia. Este acuerdo, del que pronto salió Casas (por “motivos personales”, según el comunicado) y cuyas interioridades son un misterio para desesperación de los entendidos, le abría las puertas a las grandes plazas españolas y francesas. Su próxima jugada es un enigma. Pero pocos dudan de que será contundente.

El poderío del magnate es conocido. En un negocio que anda de capa caída, sus inagotables bolsas de oro y plata le hacen invencible. En España hay quien ha sacado el fantasma del monopolio; otros han enarbolado la bandera nacional. Pero no parece suficiente para torcerle el pulso. Quienes conocen a Baillères hablan de una determinación de hierro, forjada en la academia militar estadounidense de Culver, donde ingresó a los 15 años sin saber hablar inglés. Allí, según su propio relato, vivió de primera mano los prejuicios contra los mexicanos. Luego vinieron años de estudio en el ITAM, fundado por su padre. La muerte acabó de tallar su carácter. Su hermano mayor, Raúl, destinado a dirigir los negocios familiares, perdió la vida en un accidente de tráfico, y su progenitor, con 77 años, falleció al caerse mientras subía las escaleras de su casa.

Fue entonces cuando le llegó el momento. Tenía 35 años y, como él mismo ha contado, al hacerse cargo del conglomerado paterno y sus 7.500 empleados, se “volvió invisible para la sociedad” y se “esforzó no solo para sobrevivir, sino para conquistar el lugar”. En una sola pieza se fundieron el solitario y el luchador. El resto vino solo. En línea recta, sin dejar espacio a la improvisación, logró multiplicar la herencia y amasar una fortuna superior a los 18.000 millones de dólares (unos 16.900 millones de euros). En este ascenso se ha movido como un saurio, de una inmovilidad pétrea hasta que decide pasar al ataque.

Entonces es imparable. Este mismo año, tras lustros sin abrir nuevos negocios, no ha dudado en sorprender al mundo empresarial y aprovechar el fin del histórico monopolio estatal del crudo para crear la primera gran petrolera privada de México.

En esta carrera nunca ha estado ni demasiado cerca ni demasiado lejos del poder político. Por encima, según los expertos consultados, ha prevalecido su poderosa visión estratégica. Enemigo de la improvisación, jamás cayó en la borrachera del endeudamiento súbito y sus negocios los ha mantenido separados, forzando a cada uno a demostrar su valía. Este talante conservador, que le ha granjeado el respeto del mundo empresarial, lo ha combinado con un discreto perfil público. Solo ha concedido una entrevista. Apenas hace declaraciones. Hasta le incomoda aparecer con la plutocracia mundial en la lista Forbes. Hombre muy familiar, no se le conocen efusiones y, salvo los toros, tampoco pasiones. Solo ahí, dicen, rompe el hielo y se expande en horizontal, bromea con los banderilleros e incluso habla a las cámaras. Nada que ver con su actitud en los despachos.

Obsesivo en los detalles hasta el punto de decorar su propia oficina, exige a los suyos una altísima competencia, incluso si se trata de sus siete hijos. Hoy ni siquiera está claro quién le sucederá. “La supervivencia de la organización exige una fría objetividad para decidir un caso de sucesión que no siempre resulta fácil, agradable o comprensible”, afirmó en una entrevista en 2004. Este témpano es, para quien se le enfrente, un adversario formidable. Rico hasta la médula, gélido en la decisión, implacable en el ataque. Ha entrado en la plaza y no tiene miedo. Los toros son su sueño. La pasión del rey Midas.

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Poder, sangre y corrupción en Iguala

Guerreros Unidos se había infiltrado hasta tal punto en la Alcaldía que era quien elegía a los policías

/ 25 de octubre de 2014 / 05:02

Él dirigía la Policía, ella reinaba sobre los sicarios; él era el alcalde, ella su esposa. José Luis Abarca Velázquez y María de los Ángeles Pineda Villa formaban una pareja letal. Ambos pusieron en marcha la noche del 26 de septiembre el mecanismo infernal que dejó seis muertos sobre el asfalto de Iguala, hizo desaparecer a 43 estudiantes y sumió a México en un túnel del que aún no ha salido. Casi un mes después, la Procuraduría General ha ofrecido la primera reconstrucción oficial de lo ocurrido en aquellas horas salvajes. El relato, fruto de 17 días de intensas investigaciones, 52 detenciones y un extraordinario despliegue policial, muestra un escenario convulso, de poder, sangre y corrupción, en el que la pareja Abarca-Pineda juega un papel clave.

La mujer, hija y hermana de narcos, dirigía, según los investigadores, el cártel de Guerreros Unidos en Iguala, en complicidad con su esposo. Pero había decidido dar un paso más: quería la Alcaldía. Con este objetivo había logrado ser elegida consejera estatal del Partido de la Revolución Democrática (PRD) y se había hecho cargo de un organismo municipal, que le tenía que servir como catapulta. Su primer gran acto se celebraba ese viernes en el zócalo. Ahí iba a empezar su carrera para las elecciones de 2015. Contaba con el apoyo de su marido, el respaldo del principal partido del Estado y, sobre todo, tenía el poder de las tinieblas de su parte. Guerreros Unidos se había infiltrado hasta tal punto en el ayuntamiento que, según la Procuraduría, era quien elegía a los policías. Su marido, además, mantenía la armonía entregando fuertes sumas a la organización (hasta 300.000 dólares a la semana), de los que un buen pellizco iba al bolsillo de los sicarios reconvertidos en agentes. Con estas alianzas y en un clima de impunidad absoluta, nada parecía poder frenarla. Pero justo ese día llegaron a Iguala dos autobuses cargados de estudiantes de magisterio de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa.

Los jóvenes, como recordó el procurador general, Jesús Murillo Karam, mantenían un viejo pulso contra el alcalde. Le culpaban de la tortura y asesinato de un líder campesino, el ingeniero Arturo Hernández Cardona. Y ya en junio de 2013 habían atacado la sede municipal y llenado sus paredes de pintadas acusando del crimen al regidor. Cuando esa tarde entraron en Iguala, los sicarios que controlan la ciudad alertaron inmediatamente a la sede de la Policía Municipal. Todos creyeron que los estudiantes iban a reventar el acto de María de los Ángeles Pineda. Nada más lo supo el Alcalde, exigió a sus agentes que lo impidiesen a toda costa. La orden devino en locura. Tras pedir refuerzos a la vecina localidad de Cocula, también en manos del narco, la Policía desató su furia y en sucesivos ataques, como si se enfrentasen a un cártel enemigo, acabó a tiros con dos estudiantes; a otro le desollaron la cara y le arrancaron los ojos (una práctica clásica del narco para señalar a sus rivales). La vorágine siguió luego en una carretera federal, donde mataron a balazos a otras tres personas, entre ellas un chico de 15 años, al confundirlas con normalistas. Entre tanto, decenas de estudiantes fueron detenidos y conducidos a la comandancia policial de Iguala. Allí la maquinaria del horror volvió a ponerse en marcha. Para borrar rastros, los normalistas fueron entregados a los agentes de Cocula. Éstos, cambiando las placas de sus vehículos y falseando sus partes de operaciones, les transportaron y les pusieron en manos de Guerreros Unidos. La suerte estaba prácticamente echada. El propio jefe de sicarios, en una serie de mensajes por móvil, informó al líder, Sidronio Casarrubias Salgado, de que los responsables de los desórdenes de Iguala eran integrantes de Los Rojos, la organización con la que mantenían una encarnizada guerra. Sidronio, “en defensa de su territorio”, dio luz verde al jefe de asesinos.

En una camioneta de ganado, los normalistas fueron conducidos por un camino de tierra hasta el cerro de Pueblo Viejo, una de las puertas del infierno. En el lugar, la Policía ha descubierto hasta la fecha nueve fosas y desenterrado 30 cadáveres. La camioneta fue hallada días después en un predio cercano, propiedad del jefe de sicarios. Los cuerpos, pese a que en un principio se descartó que correspondiesen a los normalistas, han vuelto a analizarse ante la posibilidad de que las muestras fueran mal tomadas. La identificación corre a cargo de forenses argentinos curtidos en los horrores australes.

Nadie lo dice en voz alta, pero los investigadores creen que ahí pudieron ser asesinados. Aunque el líder de Guerreros Unidos ha sido detenido y ha empezado a confesar, el Alcalde y su esposa siguen fugados. Tras ellos tienen el mayor despliegue policial visto en años. Un país entero aguarda a su captura.

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