La reciente cumbre presidencial de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) ha puesto en evidencia la irrelevancia de este mecanismo, cuyo objetivo principal consiste en proporcionar el escenario para la coordinación y concertación de los gobiernos latinoamericanos y caribeños en temas de interés común, así como en la organización de la representación de esta región ante otras agrupaciones de países y en los diferentes foros multilaterales. Sin embargo, el propio presidente Correa, quien puso mucho empeño en ciertos temas de la agenda, al clausurar el evento puso de manifiesto su decepción con los resultados alcanzados. Dijo claramente que el mecanismo necesitaba reformas profundas, puesto que estaba repleto de retórica, pero no lograba acuerdos sustantivos en temas relevantes.

El problema no es nuevo. Ya se ha puesto de manifiesto en otros espacios regionales y birregionales. La llamada diplomacia de cumbres está agotada, dada las diferencias estructurales de los Estados miembros, las divergencias políticas y los vacíos de liderazgo efectivo, cada vez más visibles. Esto explica en parte que América Latina carezca de una presencia relevante en los debates de los problemas globales, sin perjuicio de que eventualmente algunos países concurran individualmente a ellos.

El problema de la gobernanza multilateral ha sido planteado en diversos foros y análisis internacionales, en vista de que el sistema multilateral de Naciones Unidas, constituido bajo las condiciones de la segunda posguerra del siglo pasado, ha quedado obsoleto. La correlación de fuerzas emergentes de dicha conflagración bélica dio lugar a acuerdos entre las potencias victoriosas, que se tradujeron en la creación del sistema multilateral con sede en Nueva York de las relaciones políticas y de seguridad internacional, las cuestiones monetarias y financieras en Washington, los temas del comercio internacional en Ginebra y la administración de justicia en La Haya.

Con el correr del tiempo ha cambiado la correlación de fuerzas entre los miembros de la comunidad internacional. Como resultado de la descolonización de África en los años 60 y 70 y la desmembración de la Unión Soviética, Yugoslavia y otros en los años 90, el número de entidades políticas soberanas está próximo a las 200, es decir, cuatro veces más que los 48 países que suscribieron los principales documentos constitutivos del orden internacional que estuvo vigente en la segunda mitad del siglo XX.

Es evidente la necesidad de una profunda reforma del orden internacional en sus aspectos conceptuales organizativos y de los procedimientos de adopción de decisiones vinculantes para todos los Estados miembros. Baste mencionar que el Consejo de Seguridad ya no representa el foro democrático legítimo para adoptar decisiones relacionadas con la paz, la seguridad internacional y la eventual intervención de las Naciones Unidas en los conflictos militares en curso. Tampoco el Fondo Monetario Internacional está en condiciones de supervisar las políticas monetarias de sus miembros, así como proporcionar los recursos en su calidad de prestamista de última instancia cuando así lo solicite un país en crisis. Menos ahora que las crisis abarcan también a las economías más grandes del mundo. Para subsanar en la práctica la obsolescencia del sistema internacional, se ha creado por iniciativa de Estados Unidos el G20, pero este grupo carece de legitimidad y la experiencia de los últimos encuentros demuestra escasa eficacia.

Ante esta situación, América Latina carece de agenda propia y de propuestas colectivas para la defensa de sus intereses en el desorden internacional imperante. Operan en la región, en cambio, fuerzas centrífugas que debilitan a la región en conjunto, por la participación de países latinoamericanos en grupos extrarregionales.