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El mal mayor

/ 7 de febrero de 2016 / 04:00

No soy pacifista. Si fuera pacifista, debería pensar que en 1936 no había que ir a la guerra contra Franco y había que permitir el triunfo de su golpe de Estado sin oponerse con las armas a él. También debería pensar que en 1939 no había que ir a la guerra contra Hitler y había que permitir sin más su triunfo en toda Europa. No pienso ni lo primero ni lo segundo; lo que pienso es que, aunque luchar con las armas contra Franco y contra Hitler provocó males terribles en dos guerras espantosas, no hacerlo hubiera provocado males mucho peores.

Eso es lo que pienso: que hay guerras que es menos malo hacer que no hacer, guerras justas e injustas y ocasiones en que, por espeluznante que sea, no queda más remedio que decir sí a la guerra. Más aún, pienso que habría que haber hecho alguna guerra que no se hizo; pienso que si en 1944 o 1945 los aliados hubieran invadido España para terminar con el último compinche de Hitler en Europa, como esperaban tantos republicanos españoles que habían ayudado a los aliados en la liberación de Francia, hubiera habido muertos y destrucción, pero menos que en 40 años de franquismo. Aunque también pienso lo obvio, y es que la mayoría de las guerras son el mal mayor y no el menor, y que ocasiona mucho más daño hacerlas que no hacerlas. Esto, sin embargo, no hace que yo sea pacifista. Quizá estoy equivocado, quizá debería serlo. Pero no lo soy.

¿Qué tipo de guerra es la guerra contra el Estado Islámico (EI)? ¿Es una guerra justa o injusta? ¿Hay que hacerla o no? ¿Es un mal menor bombardear o invadir el territorio del EI? No hay duda de que debemos defendernos del EI, o más bien de que debemos acabar con él, igual que con el islamismo radical, pero ¿es la intervención militar la forma de hacerlo? No lo sé, no tengo suficiente información para responder a esa pregunta, que quizá solo puede responder un puñado de personas (suponiendo que alguien pueda hacerlo). Sea como sea, conocemos bien los argumentos en favor de la intervención militar; mucho menos se han difundido, creo, los argumentos en contra. Tzvetan Todorov expone algunos en su último libro, Insoumis, que ojalá se traduzca de inmediato al castellano; es verdad que se refiere a las intervenciones en Irak, Afganistán o Libia, pero quizá valen también para nuestro caso. El principal argumento es que la guerra no puede ser el mal menor, porque se trata de “un medio tan potente y devastador que anula los nobles fines que la habían motivado”.

La muerte y la destrucción no son menos dolorosas porque las bombas que las causan intenten promover el bien, la guerra da a la población que la sufre un ejemplo de violencia muy alejado de los valores democráticos que en teoría promovemos y, tras las intervenciones armadas, las razones para atacar objetivos occidentales se fortalecen más que se debilitan, tanto en los países atacados como en la población inmigrada de los propios países occidentales; todo ello sin contar los efectos negativos en estos mismos países… No dudo que, en su momento, algunos pensaran de buena fe que la guerra de Irak era una guerra justa, que pretendía acabar con un dictador feroz e instaurar una democracia, pero lo cierto es que los males que ha provocado han sido muy superiores a los que en teoría intentaba subsanar, entre ellos la aparición de un enemigo mucho peor que Saddam Hussein: el propio EI.

No sé si, al menos en este sentido, la guerra contra el EI es parecida a la de Irak. Los belicistas acusan a los pacifistas de ingenuidad irresponsable por creer que se puede acabar con el EI a base de medios pacíficos, lo que es una forma de acusarlos de cómplices en las atrocidades de los yihadistas. Pero yo me pregunto si no es mucho más irresponsable y más ingenuo pensar que se puede acabar con el EI —y, en general, con el radicalismo islámico— a base de bombardeos: de hecho, no conozco una sola prueba de que la intervención militar no agrave el problema en vez de resolverlo. Es verdad: decir no a la guerra es no decir nada, o peor, porque la guerra ya nos ha sido declarada, y no reconocerlo nos convierte en responsables de sus estragos; pero, hasta que me demuestren que la intervención militar es el mal menor y va a arreglar más problemas de los que va a crear, que no cuenten conmigo para apoyarla. Aunque no sea pacifista.

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Apología de la contradicción

/ 16 de febrero de 2020 / 09:40

A pesar de sus ilustres defensores, las contradicciones gozan de una mala reputación indestructible. Es natural: al fin y al cabo, durante muchos siglos la corriente central del pensamiento occidental (fundamentalmente monista, dogmática, totalizadora) se ha basado en el principio de bivalencia aristotélico, según el cual una cosa no puede ser más que verdadera o falsa. Es decir, solo puede haber una respuesta correcta para todas las preguntas genuinas: las demás respuestas son erróneas. Lo anterior, que tal vez es cierto en el firmamento de la lógica, no siempre lo es en el barro de la realidad, que está amasado de contradicciones. Y, si la realidad es contradictoria, un hombre libre tiene la obligación de contradecirse con ella.

Pongo por caso a Nicolas de Chamfort, autor de uno de esos libros afortunados que puedes pasarte la vida leyendo sin temor a agotarlo: Máximas, pensamientos, caracteres y anécdotas, publicado en 1795, al año siguiente de su muerte. Las páginas de ese volumen están plagadas de contradicciones. Partícipe del optimismo de la Ilustración, Chamfort considera que la razón es una suerte de panacea universal: “El pensamiento consuela de todo y lo remedia todo. Si alguna vez os hace daño, pedidle el remedio del mal que os ha hecho, y os lo dará” (máxima nº 29). Solo unas páginas más adelante, sin embargo, la fe racionalista de Chamfort se desmorona y el escritor expresa la desconfianza en ella del naciente Romanticismo: “Nuestra razón nos vuelve a veces tan infelices como nuestras pasiones; y se puede decir del hombre, cuando se halla en ese caso, que es un enfermo envenenado por su médico” (nº 46).

La razón es el bien y el mal, la enfermedad y su antídoto: ambas cosas son ciertas, y ambas son contradictorias. Chamfort considera que la felicidad empieza cuando se pierde la esperanza, porque ésta “no es más que un charlatán que nos engaña sin cesar”, y por eso él pondría en la puerta del paraíso el verso que Dante puso en la del infierno: “Abandonad toda esperanza los que entráis” (nº 93). Unas páginas atrás, no obstante, había escrito: “La naturaleza ha querido que las ilusiones fuesen para los sabios como para los locos, a fin de que los primeros no fuesen demasiado infelices por su propia sabiduría” (nº 76).

Perder la esperanza es encontrar la felicidad, pero es imposible la felicidad sin un atisbo de esperanza: ambas cosas son ciertas, y ambas son antitéticas. Los ejemplos podrían multiplicarse. Albert Camus, quien adoraba a Chamfort (igual que Nietzsche), sintió que, aunque nunca escribió una novela, el moralista dieciochesco tenía temperamento de novelista. Es verdad, entre otras razones, porque, desde Cervantes, la novela convirtió las verdades contradictorias en su principal herramienta de conocimiento, como si postulase que la realidad humana es esencialmente contradictoria: don Quijote está loco, pero también está cuerdo; don Quijote es un personaje cómico, pero también un personaje admirable, un héroe trágico; el Quijote mismo es un ataque a los libros de caballerías, pero también un homenaje a ellos (y el mejor que se ha escrito).

Estas y otras muchas paradojas, consustanciales al entramado del Quijote, definen una de las grandes invenciones de Cervantes: la ironía moderna. Y, al crear un artefacto literario de enorme éxito futuro cebado con esa ironía, Cervantes nos dotó de un arma de destrucción masiva del pensamiento dogmático, monista y totalizador que constituye el fundamento de todos los sistemas totalitarios y todos los fanatismos. O dicho de otro modo: gracias a Cervantes, la novela se convirtió en un poderoso, insustituible aliado de la sociedad abierta, pluralista y democrática, que no es la que suprime las contradicciones para imponer con violencia una verdad, sino la que minimiza la violencia reconociendo las verdades contradictorias.

Por supuesto, mucha gente prefiere ahorrarse contradicciones, seguir pensando que la razón es solo buena (o mala) y la esperanza solo mala (o buena). Por eso el fanatismo sigue triunfando; por eso la democracia nunca está asegurada. Nadie ha dicho que sea fácil vivir en libertad.

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