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¿Es necesaria tanta desigualdad?

/ 7 de febrero de 2016 / 04:00

Hasta qué punto es necesario que los ricos lo sean tanto? No es una pregunta ociosa. Se podría decir que, en el fondo, de eso trata la política estadounidense. Los progresistas quieren subir los impuestos a las rentas altas y utilizar lo recaudado para reforzar la red de seguridad social; los conservadores quieren hacer lo contrario, y afirman que las políticas que gravan a los ricos perjudican a todos al reducir los incentivos para la creación de riqueza.

Ahora bien, la experiencia reciente no dice mucho en favor de la postura conservadora. El presidente Obama ha sacado adelante una subida considerable de los tipos impositivos más altos y su reforma sanitaria ha supuesto la mayor ampliación del Estado del bienestar desde Lyndon B. Johnson. Los conservadores vaticinaron un seguro desastre, tal como lo hicieron cuando Bill Clinton subió los impuestos al 1% al que más gana. En cambio, Obama ha acabado siendo responsable de la mayor creación de empleo desde la década de 1990. A pesar de ello, ¿existe alguna razón que, a la larga, justifique una gran desigualdad?

No les sorprenderá escuchar que muchos miembros de la élite económica creen que la hay. Tampoco se sorprenderán si les digo que yo no estoy de acuerdo, que creo que la economía puede prosperar con mucha menos concentración de ingresos y riqueza en la cúspide de la pirámide económica. Pero ¿por qué lo creo? Me parece útil reflexionar sobre ello recurriendo a tres modelos que explicarían el origen de la desigualdad extrema, ya que la economía real toma elementos de los tres.

En primer lugar, una enorme desigualdad podría explicarse porque existan grandes diferencias de productividad entre unos individuos y otros: algunas personas son capaces de hacer una contribución cientos o miles de veces superior a la media. Ésta es la opinión plasmada en un ensayo reciente muy citado, del que es autor el inversor en capital riesgo Paul Graham y que goza de gran popularidad en Silicon Valley (es decir, entre personas que ganan cientos o miles de veces más que los trabajadores corrientes).

En segundo lugar, una gran desigualdad podría deberse sobre todo a la suerte. En el clásico del cine El tesoro de Sierra Madre, un viejo buscador de oro explica que este metal vale tanto —y quienes lo encuentran se hacen ricos— gracias al trabajo de todos los que salieron en busca de oro pero no lo encontraron. De manera similar, podríamos tener una economía en la que quienes se lleven el premio gordo no sean necesariamente más listos o trabajadores que quienes no lo consigan, sino que tengan la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado.

En tercer lugar, la causa de las grandes desigualdades podría ser el poder: los ejecutivos de las grandes empresas que pueden establecer su remuneración, los embaucadores financieros que se hacen ricos con información privilegiada o cobrándoles honorarios injustos a los inversores ingenuos.

Como he dicho, la economía real contiene elementos de estas tres historias. Sería estúpido negar que algunas personas son, de hecho, mucho más productivas que la media. Pero sería igual de estúpido negar que un gran éxito en los negocios (o, de hecho, en cualquier otra cosa) tiene una parte importante de suerte; no solo la suerte de ser el primero al que se le ocurre una idea o estrategia muy rentable, sino también la de haber nacido en la familia adecuada.

Y sin duda el poder también es un factor importante. Leyendo a alguien como Graham uno pensaría que los ricos de Estados Unidos son, en su mayoría, emprendedores. En realidad, el 0,1 % más rico está compuesto sobre todo por directivos y, aunque puede que algunos de ellos hayan amasado su fortuna embarcándose en empresas arriesgadas, lo más probable es que la mayoría haya llegado hasta ahí ascendiendo por una sólida escalera empresarial. Y el aumento de los ingresos de los de arriba del todo es un reflejo de los estratosféricos sueldos de los altos ejecutivos, no de las recompensas a la innovación. Pero, en cualquier caso, la pregunta interesante es si podemos redistribuir una parte de los ingresos que actualmente van a parar a élites minoritarias y destinarlos a otros fines sin entorpecer el progreso económico.

No digan que la redistribución es mala en sí misma. Incluso si los ingresos elevados fuesen un reflejo perfecto de la productividad, los resultados del mercado no equivalen a una justificación moral. Y dado el hecho de que la riqueza suele ser un reflejo de la suerte o el poder, hay muchos argumentos a favor de que se recaude parte de esa riqueza en forma de impuestos y se use para fortalecer la sociedad en su conjunto, siempre que no se destruyan los incentivos para seguir creando más riqueza. Y no hay motivos para pensar que se destruirían. Si echamos la vista atrás, Estados Unidos alcanzó el crecimiento y el progreso tecnológico más rápidos que ha tenido durante las décadas de 1950 y 1960, a pesar de que los tipos impositivos máximos eran mucho más altos y la desigualdad mucho menor que hoy en día.

En el mundo actual, los países con impuestos elevados y poca desigualdad, como Suecia, son también muy innovadores y poseen muchas empresas de reciente creación. Esto puede deberse, en parte, a que una red de seguridad sólida fomenta la asunción de riesgos: la gente estará dispuesta a buscar oro aun cuando el éxito de la aventura no la haga tan rica como antes, si sabe que no se morirá de hambre si vuelve con las manos vacías. Así que, volviendo a mi pregunta inicial, no, los ricos no tienen que ser tan ricos como lo son. La desigualdad es inevitable; la desigualdad extrema que existe hoy en Estados Unidos no lo es.

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Resentimiento puro y duro

/ 11 de junio de 2017 / 04:00

Ahora que Donald Trump está haciendo todo lo que está en sus manos para destruir las esperanzas mundiales de controlar el cambio climático, dejemos clara una cosa: esto no tiene nada que ver con el interés nacional de Estados Unidos. A la economía estadounidense, en particular, le iría bien con el

Acuerdo de París. No se trata de nacionalismo, es, principalmente, puro resentimiento.
En cuanto a las finanzas, a estas alturas, pienso, tenemos una idea bastante buena de cómo sería una economía de bajas emisiones. Estoy seguro de que los expertos en energía disentirán en los detalles, pero las líneas generales no son difíciles de describir. Sin duda sería una economía que utilizaría la electricidad: coches eléctricos, calefacción eléctrica, y alguno que otro motor de combustión interna. El grueso de esa electricidad procedería, a su vez, de fuentes no contaminantes: eólica, solar y, sí, probablemente nuclear.

Por supuesto, no siempre sopla el viento o brilla el sol cuando las personas necesitamos energía. Pero hay múltiples formas de solventar ese problema: una red potente, capaz de trasladar electricidad a donde haga falta; almacenamiento de diversas formas (baterías, pero también centrales hidroeléctricas de bombeo); precios dinámicos que animen a los clientes a utilizar menos energía cuando escasea y más cuando abunda; y alguna capacidad de respuesta —probablemente derivada de generadores de gas natural, que provocan unas emisiones relativamente bajas— para hacer frente a los posibles desequilibrios restantes.

¿Cómo sería la vida en una economía que hubiese hecho esa transición energética? Casi indistinguible de la  que tenemos ahora. La gente seguiría conduciendo coches, viviría en casas con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, y vería videos sobre superhéroes y gatitos graciosos. Habría muchas turbinas eólicas y paneles solares, pero la mayoría haríamos caso omiso de ellos, al igual que hacemos en la actualidad con las chimeneas de las centrales eléctricas convencionales.

¿Y no sería más cara la energía en esta economía alternativa? Seguramente, pero la diferencia no sería muy grande: los avances tecnológicos han reducido drásticamente el coste de los sistemas solares y eólicos, y parece que lo mismo está empezando a suceder con el almacenamiento de energía.
Por otro lado, habría ventajas compensatorias. Principalmente, se reducirían en gran medida los efectos perjudiciales de la contaminación atmosférica para la salud, y es muy posible que la disminución de los gastos sanitarios compensase por sí sola los costes de la transición energética, incluso sin tener en cuenta toda esa mandanga del salvar a la civilización del catastrófico calentamiento global.

La cuestión es que, si bien abordar el cambio climático de la forma prevista por el Acuerdo de París parecía un difícil problema económico y técnico, hoy en día parece bastante fácil. Ya tenemos casi toda la tecnología necesaria, y podemos estar casi seguros de que la restante se desarrollará. Evidentemente la transición a una economía de bajas emisiones, la eliminación progresiva de los combustibles fósiles llevaría tiempo, pero eso no sería un problema siempre que la senda estuviese clara.

¿Por qué entonces hay tanta gente de derecha decidida a bloquear las medidas climáticas, e incluso intenta sabotear los avances conseguidos en materia de nuevas fuentes de energía? Que no me digan que les preocupa de verdad la inherente incertidumbre de los pronósticos climáticos. Toda decisión política a largo plazo debe tomarse teniendo en cuenta un futuro incierto (obvio); hay el mismo consenso científico en cuanto a este tema que el que se pueda ver respecto a cualquier otro. Y en este caso, podemos decir que la incertidumbre refuerza el argumento a favor de tomar medidas, porque los costes, si nos equivocamos, son asimétricos: si hacemos demasiado, habremos derrochado algo de dinero; si hacemos demasiado poco, condenaremos a la civilización.

Y que no me digan que lo que les importa son los mineros del carbón. Cualquiera que se preocupase de verdad por esos mineros haría campaña a favor de proteger sus prestaciones de salud y sus pensiones por incapacidad y por jubilación, e intentaría proporcionar oportunidades de empleo alternativas, en lugar de fingir que la irresponsabilidad medioambiental les devolverá de algún modo los puestos de trabajo perdidos a causa de la minería a cielo abierto.

Aunque no tenga nada que ver con los puestos de trabajo en el carbón, el antiecologismo de la derecha sí está relacionado en parte con proteger los beneficios de este sector, que en 2016 dio un 97% de sus aportaciones políticas a los republicanos. Sin embargo, como he dicho, hoy en día la lucha contra la acción climática se guía principalmente por el puro resentimiento. Si se fijan en la actual retórica derechista (incluidas las tribunas de opinión escritas por funcionarios de alto rango de Trump), encontrarán una profunda hostilidad hacia cualquier noción de que determinados problemas requieren una acción colectiva distinta de matar gente y hacer saltar cosas por los aires.

Aparte de esto, buena parte de la derecha actual parece guiarse sobre todo por el rencor hacia los progresistas, más que por cuestiones concretas. Si los progresistas están a favor de algo, ellos se declaran en contra. Si los progresistas lo odian, es bueno. Y a esto hay que añadirle el antintelectualismo de las bases republicanas, para quienes el consenso científico es un inconveniente, no una ventaja, y puntos extras si además socava cualquier cosa relacionada con el presidente Barack Obama.

Y si todo esto parece demasiado mezquino y vengativo como para constituir la base de decisiones políticas trascendentales, piensen en la personalidad del hombre que ocupa la Casa Blanca. ¿Hace falta que diga algo más?

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La zona carbonera es un estado mental

/ 2 de abril de 2017 / 04:00

Virginia occidental votó abrumadoramente por Donald Trump en noviembre pasado; de hecho, derrotó a Hillary Clinton con una mayoría de casi tres por uno. Y el porqué puede parecer obvio: el estado es el corazón de la zona carbonera, y Trump prometió devolver los empleos en el carbón con la eliminación de las regulaciones ambientales de la época de Obama. Así es que, a primera vista, las elecciones del 2016 parecen una realineación política que refleja las diferencias en los intereses regionales.

Sin embargo, esa simple historia se disipa cuando se examinan las realidades de la situación, y no solo porque el ambientalismo sea un factor menor en la decadencia del carbón. Porque la zona carbonera realmente ya no es una zona carbonera y no lo ha sido desde hace mucho tiempo.

¿Por qué una industria que ya no es un empleador importante, ni siquiera en Virginia occidental, conserva semejante dominio en la imaginación de la región y lleva a sus habitantes a votar abrumadoramente en contra de sus propios intereses?

El carbón impulsó a la revolución industrial y hubo una vez en la que, en efecto, empleó a muchas personas. Sin embargo, la cantidad de mineros empezó a bajar en forma pronunciada después de la Segunda Guerra Mundial y, en especial, después de 1980, aun cuando siguió aumentando la producción de carbón. Esto se debió, principalmente, a las técnicas modernas de extracción (como explosionar la cima de los cerros) que requieren muchísima menos fuerza de trabajo que la antigua minería del pico y la pala. La decadencia se aceleró hace como una década debido al surgimiento de la fracturación hidráulica, que llevó a la competición con el gas natural, más barato. Así es que los trabajos en la minería del carbón han estado desapareciendo desde hace mucho tiempo. Hasta en Virginia occidental, el estado más orientado al carbón, ha pasado un cuarto de siglo desde que representaron algo así como un 5% del empleo total.

¿Qué, entonces, es lo que se hace hoy en día en Virginia occidental para ganarse la vida? Bueno, mucha gente trabaja en la atención de la salud: casi uno de cada seis trabajadores está empleado en la categoría “atención de la salud y asistencia social”. Oh, ¿de dónde proviene el dinero para esos empleos en la atención de la salud? En realidad, mucho de él sale de Washington.

Virginia occidental tiene una población relativamente vieja, así es que el 22% de sus habitantes están en Medicare, en comparación con el 16,7% del país en su conjunto. También es un estado que se ha beneficiado tremendamente con el Obamacare, porque el porcentaje de la población que carece de seguro médico cayó de 14% en el 2013 al 6% en 2015; estos logros fueron producto, principalmente, de una gran expansión de Medicaid.

Es cierto que el país en su conjunto paga por estos programas de atención de la salud con los impuestos. Sin embargo, un estado más viejo y más pobre, como Virginia occidental, recibe muchísimo más de lo que paga, y prácticamente no habría recibido ninguno de los recortes fiscales con los cuales el Trumpcare habría colmado a los adinerados.

Ahora bien, hay que pensar en lo que significa el trumpismo para un estado como éste. Eliminar la normativa ambiental podría provocar el retorno de unos cuantos trabajos en la minería, pero no muchos, y, de cualquier forma, la minería realmente no es central para la economía. Entre tanto, el gobierno de Trump y sus aliados justo acaban de intentar reemplazar la Ley de Atención Asequible. De haberlo conseguido, el efecto habría sido catastrófico para Virginia occidental, porque se habría recortado a Medicaid y se habría hecho que se dispararan las primas de los seguros para los habitantes de menores ingresos y mayor edad.

Asimismo, no hay que olvidar que Paul Ryan ha presionado desde hace tiempo para convertir a Medicare en un plan de vales subfinanciado, lo cual sería otro puñetazo para los estados con grandes poblaciones de retirados. Y aparte del devastador efecto en la cobertura, hay que pensar en cómo el asalto republicano contra el Obamacare habría afectado al sector salud que ahora emplea a tantos habitantes de Virginia occidental. Es casi seguro que la pérdida de empleos por los recortes del Trumpcare habría excedido con mucho cualquier posible aumento por el carbón.

Así es que Virginia occidental votó abrumadoramente en contra de sus propios intereses. Y no fue solo porque sus ciudadanos no conocían los números de la realidad del elemento de compensación entre los empleos en el carbón y los de la atención de la salud. Lo sorprendente es, como dije, que el carbón ya ni siquiera es la industria dominante en el estado hoy en día. Los habitantes de la “zona carbonera” no estaban votando para preservar lo que tienen o tuvieron hasta hace poco, estaban votando en nombre de una historia que su región cuenta sobre sí misma, una historia que no ha sido cierta por una generación, o más. Sus votos por Trump ni siquiera se trataron de los intereses de la región; se trataron del simbolismo cultural.

Bien, no se puede decir que las culturas regionales que invocan un pasado, ido tiempo atrás, sean exclusivas de los Apalaches; solo hay que pensar en quienes usan los sombreros tejanos y las botas vaqueras, y salen a pasear por los centros comerciales que tienen aire acondicionado. ¡Y eso no tiene nada de malo! Sin embargo, cuando se trata de la política energética y ambiental, no estamos hablando solo de meras afectaciones culturales. Retroceder en cuanto al ambiente va a enfermar y a matar a miles en el futuro cercano; y en el más largo plazo, si no se actúa sobre el cambio climático, llevará a un colapso de la civilización, lo cual es demasiado plausible.

Así es que es increíble, y aterrador, pensar que realmente podemos estar a punto de hacer todo eso porque Donald Trump condescendió, en forma exitosa, a la nostalgia cultural, a la añoranza por un pasado que se esfumó, cuando los hombres eran hombres y los mineros cavaban profundo.

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Ideas para los horrorizados

/ 13 de noviembre de 2016 / 04:00

Entonces, qué hacemos ahora? Por nosotros quiero decir todos en la izquierda, el centro y hasta la derecha que vieron a Donald Trump como el peor hombre que haya contendido para la presidencia de Estados Unidos y supusimos que una sólida mayoría de nuestros conciudadanos estarían de acuerdo.

No hablo de replantearse la estrategia política. Habrá un momento para eso; Dios sabe que está claro que casi todos en el centro-izquierda, y
me incluyo, no tenían ni idea de lo que realmente funciona para persuadir al electorado. Pero ahora, no obstante, estoy hablando de la actitud y
el comportamiento personales de cara a esta terrible sacudida.

Antes que nada hay que recordar que las elecciones determinan quién llega al poder, no quién ofrece la verdad. La campaña de Trump no tuvo precedente en cuanto a su deshonestidad; el hecho de que las mentiras no tuvieran un costo político, de que hasta resonaran con un gran bloque de votantes, no las hace menos falsas. No, nuestros barrios marginados no son zonas de guerra con crímenes récord. No somos el país que paga los impuestos más altos en el mundo. No, el cambio climático no es una estafa que promueven los chinos.

Así es que si están tentados a conceder que la visión del mundo de la derecha por internet podría tener algo de verdad, no lo hagan. Las mentiras son mentiras, sin importar qué tanto poder las respalda. Y una vez que estamos hablando de honestidad intelectual, todos necesitan enfrentar la desagradable realidad de que un gobierno de Trump dañará enormemente a Estados Unidos y al mundo. Claro que podría equivocarme; quizá el hombre en la presidencia será completamente diferente al hombre al que hemos visto hasta ahora. Sin embargo, es poco probable.

Desafortunadamente no solo estamos hablando de cuatro años malos. Los efectos colaterales por lo del martes durarán décadas, quizá generaciones. A mí me preocupa particularmente el cambio climático. Nos encontrábamos en un punto crucial, acabábamos de llegar a un acuerdo mundial sobre las emisiones y teníamos un claro camino político para mover a Estados Unidos hacia una dependencia mucho mayor de energía renovable. Ahora es probable que este acuerdo se venga abajo y el daño bien podría ser irreversible.

El daño político también se extenderá muy al futuro. Las probabilidades son que algunas personas terribles se conviertan en magistrados de la Corte Suprema. Los estados se sentirán empoderados para participar en todavía más supresiones de electores de las que hicieron este año. En el peor de los casos, podríamos ver cómo una forma ligeramente cubierta de Jim Crow se convierte en la norma en todo Estados Unidos.

Y también tienen que preguntarse por las libertades civiles. Pronto, la Casa Blanca estará ocupada por un hombre con obvios instintos autoritarios y el Congreso controlado por un partido que no ha mostrado ninguna inclinación a oponerse a él. ¿Qué tan mal se pondrán las cosas? Nadie sabe.

¿Qué hay del corto plazo? Mi primera reacción instintiva fue decir que la “trumponomía” iba a provocar con rapidez una crisis económica, pero después de unas horas de reflexión, decidí que eso, probablemente estaba equivocado. Escribiré más al respecto en las próximas semanas, pero la mejor suposición es que no habrá ningún castigo inmediato.

Las políticas trumpistas no ayudarán a los que votaron por Donald Trump; de hecho, sus partidarios terminarán mucho peor. Sin embargo, es probable que esta historia evolucione gradualmente. Desde luego que los oponentes políticos del nuevo régimen no deberían contar con alguna reivindicación obvia, en ningún momento en el corto plazo. ¿Entonces, dónde nos deja todo esto? ¿Qué, en tanto ciudadanos preocupados y horrorizados, deberíamos hacer?

Una respuesta natural sería el quietismo, darle la espalda a la política. Es, definitivamente, tentador concluir que el mundo se va al infierno y no hay nada que uno pueda hacer al respecto. Así es que ¿por qué no solo dedicarse a la jardinería? Yo mismo me pasé gran parte del día después evitando las noticias, haciendo cosas personales, básicamente tomándome unas vacaciones en mi propia cabeza.

Sin embargo, al final, esa no es la forma en la que los ciudadanos de una democracia (lo cual seguimos siendo, al menos uno espera eso) deban vivir. No estoy diciendo que todos deberíamos ofrecernos de voluntarios para morir en las barricadas; no creo que lleguemos a eso, aunque desearía estar seguro. Empero, no veo cómo se puede uno aferrar al respeto por sí mismo a menos que se esté dispuesto a defender los valores estadounidenses verdaderos y fundamentales.

¿Tendrá, finalmente, éxito esa defensa? No hay garantías. Los estadounidenses, sin importar qué tan laicos sean, tienden a pensar de sí mismos que son ciudadanos de una nación con una Providencia divina especial, una que puede dar giros equivocados, pero siempre encuentra el camino de regreso, uno en el que, al final, siempre prevalece la justicia.

No obstante, no tiene que ser cierto. Quizá los canales históricos de la reforma, la oratoria y los escritos que cambian formas de pensar (el activismo político que al final cambia quién está en el poder) ya no son efectivos. Quizá Estados Unidos no es especial, es solo otra república que tuvo su momento, pero está en el proceso de degenerar a ser un país corrupto, gobernado por hombres fuertes.

Sin embargo, no estoy listo para aceptar que eso sea inevitable; porque aceptarlo como inevitable haría que se convirtiera en una profecía que contribuye a cumplirse. El camino para que Estados Unidos retorne a lo que debería ser va a ser más largo y más difícil de lo que ninguno de nosotros esperaba, y es posible que no lo logremos. Pero de todas maneras tenemos que tratar.

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Cómo se igualó la carrera entre Clinton y Trump

/ 9 de octubre de 2016 / 04:00

El debate presidencial del 26 de septiembre fue una bomba, seguramente el enfrentamiento más descompensado de la historia política estadounidense. Hillary Clinton se mostró bien informada, imperturbable y —¿nos atrevemos a decirlo?— agradable. Donald Trump se mostró ignorante, susceptible y grosero.

Sin embargo, en vísperas del debate, las encuestas apuntaban a una competición reñida. ¿Cómo es posible? Al fin y al cabo, los candidatos que vimos la noche del lunes eran los mismos de siempre. La elegancia y hasta el humor de Clinton estando bajo presión quedaron plenamente patentes durante la comparecencia sobre Bengasi del año pasado. La jactancia quejica de Trump ha resultado evidente cada vez que ha abierto la boca sin estar leyendo un teleprompter.

Así que, ¿cómo es posible que alguien como Trump haya estado bien situado para llegar a la Casa Blanca?  La respuesta, en parte, es que muchos más estadounidenses de los que nos gustaría creer son, en el fondo, nacionalistas blancos. De hecho, los llamamientos implícitos a la hostilidad racial hace mucho que son un pilar de la estrategia republicana; Trump se convirtió en el candidato del Partido Republicano diciendo abiertamente lo que sus oponentes trataban de ocultar con mensajes encubiertos.

Si pierde, los republicanos dirán que es una especie de figura atípica, que no demuestra nada sobre la naturaleza de su partido. No lo es. Pero, aunque los votantes con motivaciones raciales sean una minoría más numerosa de lo que nos gustaría creer, siguen siendo una minoría. Y en agosto, sin ir más lejos, Clinton iba en cabeza y tenía el control. Luego, se vino abajo en los sondeos. ¿Qué pasó? ¿Cometió errores garrafales durante la campaña?

No lo creo. Como he escrito en otras ocasiones, sufrió el efecto Gore. Es decir, como Al Gore en 2000, se topó con un torbellino de información negativa de los medios de comunicación de masas, que trataron sus tropiezos relativamente poco importantes como si fuesen grandes escándalos y se sacaron de la manga escándalos adicionales. Por otra parte, ocultaron o quitaron importancia a verdaderos escándalos y diversos actos grotescos de su adversario; pero, como dice Jonathan Chait, de la revista New York, la normalización de Donald Trump probablemente haya sido menos grave que la anormalización de Hillary Clinton.

Esta arremetida de los medios comenzó con el informe de Associated Press sobre la Fundación Clinton, que coincidió aproximadamente con el momento en que Clinton empezó a bajar en los sondeos. Associated Press planteaba una pregunta válida: ¿obtienen los donantes de la fundación un acceso inapropiado y ejercen una influencia excesiva? Resulta que no consiguió hallar ninguna prueba de transgresión (pero, no obstante, escribió el informe como si así fuese).

Y éste fue el principio de una serie extraordinaria de noticias hostiles sobre diversos aspectos de la vida de Clinton que “planteaban dudas” o “arrojaban sombras”, lo que transmitía la impresión de cosas terribles sin decir nada que pudiese refutarse.

La culminación del proceso llegó con el infame foro moderado por Matt Lauer, que podría resumirse brevemente como “mensajes, mensajes y más mensajes de correo electrónico; sí, señor Trump, lo que usted diga, señor Trump”. Aún sigo sin entender del todo esa hostilidad, que no era ideológica. Más bien parecían los chicos populares del colegio burlándose del nerd de la clase. Sin duda, el sexismo estaba presente, pero puede que no fuese lo fundamental, ya que a Gore le pasó lo mismo.

En cualquier caso, quienes recordamos la campaña de 2000 nos esperábamos lo peor tras el primer debate: seguro que muchos de los medios declararían ganador a Trump aunque hubiese mentido una y otra vez. Algunos “análisis de la actualidad” ya estaban sentando las bases, al exigirle muy poco al candidato republicano mientras advertían de que el “lenguaje corporal” de Clinton podía expresar “condescendencia”.

Entonces llegó el debate en sí, que era prácticamente imposible de manipular. Algunos lo intentaron, y declararon a Trump ganador de la discusión sobre el comercio, aunque todo lo que dijo era falso en cuanto a los hechos o los conceptos. O —mi favorito— algunos dijeron que, aunque Trump estuviese poco preparado, tal vez Clinton estuviese “demasiado preparada”. ¿Cómo? Pero, entretanto, decenas de millones de estadounidenses vieron a los candidatos en acción, en directo, sin el filtro de los medios. Para muchos, la revelación no fue la actuación de Trump, sino la de Clinton: la mujer que vieron se parecía poco a la autómata fría y sin alegría que se esperaban por lo que les habían dicho.

¿Qué importancia tendrá? Mi hipótesis —aunque es muy posible que me equivoque por completo— es que importará mucho. Los defensores acérrimos de Trump no se dejarán influir. Pero tal vez los votantes que pensaban quedarse en casa o, lo que viene a ser lo mismo, votar por el candidato de un partido minoritario en vez de elegir entre el racista y la diablesa se den ahora cuenta de que estaban mal informados. En este caso habrá sido la brillante actuación de Clinton, sometida a una presión increíble, la que habrá cambiado las cosas.

Empero, la situación nunca debería haber llegado hasta este punto, en el que tantas cosas dependen de que se rebatan en el transcurso de una hora y media las expectativas generadas por los medios. Y los que han contribuido a ponernos en esta situación deberían hacer un serio examen de conciencia.

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La visión distorsionada de Trump

/ 4 de septiembre de 2016 / 04:00

Donald Trump ha dado últimamente un giro extraño. Ciertamente él da muchos giros extraños, pero eso es lo que pasa cuando uno nombra candidato a alguien que tiene déficit de atención, que no sabe nada de política y que se niega a quedarse sentado más de tres minutos seguidos. Pero no nos fijemos en lo que pasan por ser ideas políticas trumpianas. Lo raro es el giro en cuanto a lo que se supone que es, según el postulante republicano, el problema.

Cuando empezó la campaña de Trumpo, el problema era, supuestamente, la economía. Los extranjeros nos roban los puestos de trabajo, declaraba el candidato, con el comercio injusto y viniendo como inmigrantes. Y él iba a devolver su grandeza a EEUU con aranceles punitivos y deportaciones en masa. Pero la historia cambió en la convención republicana. Hubo muy poquito debate económico y ni siquiera mucha demagogia económica. Por el contrario, se centró en la ley y el orden, en salvar al país de lo que el candidato describía como una aterradora oleada de delincuencia. Ése ha seguido siendo el tema a lo largo de las últimas semanas, en las que Trump se ha “abierto” a los votantes de las minorías. Su idea para atraer a este electorado es decirles lo horribles que son sus vidas, que están ante “niveles de delincuencia nunca vistos”. Hasta las “zonas de guerra”, remacha, son “más seguras que vivir en algunas de nuestras zonas marginales”.

Todo esto es realmente extraño, porque nada de esto está ocurriendo en verdad. Cuando la campaña de Trump se centraba claramente en la pérdida de puestos de trabajo entre la clase media, al menos pretendía tratar de un problema real: el empleo en la industria realmente está disminuyendo; los salarios reales de los obreros efectivamente han caído. Se podía decir que el trumpismo no es la respuesta a este problema (que no lo es).

¿Pero de qué diablos habla Trump cuando retrata las ciudades estadounidenses como infiernos de delincuencia organizada y desmoronamiento social? La vida urbana es una de las cosas que van bien en Estados Unidos. De hecho va tan bien que a quienes recordamos los malos tiempos nos resulta difícil creerlo. Hablemos de los delitos violentos específicamente. Fijémonos en concreto en la tasa de homicidios, supuestamente el indicador más sólido para establecer comparaciones a largo plazo, porque no hay ambigüedad en las definiciones. Los homicidios se dispararon entre principios de la década de 1960 y 1980, y las imágenes de una futura distopía —piensen en Rescate en Nueva York (1981) o Blade Runner (1982)— se convirtieron en elemento básico de la cultura popular. Los escritores conservadores nos aseguraban que el aumento de la criminalidad era una consecuencia inevitable del desplome de los valores tradicionales, y que la situación seguiría empeorando a no ser que se recuperasen dichos valores. Pero entonces sucedió algo curioso: la tasa de homicidios empezó a caer, y caer, y caer. Hacia 2014 había vuelto a donde estaba medio siglo antes. Se produjo un ligero repunte en 2015, pero al menos por el momento es apenas una incidencia pasajera en la imagen a largo plazo.

Básicamente las ciudades estadounidenses son tan seguras como lo han sido siempre. Nadie sabe a ciencia cierta por qué el índice de criminalidad ha caído en picado, pero la cuestión es que el panorama de pesadilla que describe la retórica del candidato republicano (¿lo llamamos el infierno de Trump?) no guarda parecido con la realidad.

Y no hablamos solo de estadísticas, hablamos también de experiencia vivida. El temor a la delincuencia no ha desaparecido de la vida estadounidense. Hoy en día, Nueva York es increíblemente segura en comparación con otros momentos históricos, pero aun así yo no pasearía por algunas zonas a las tres de la madrugada. Sin embargo, el miedo ha dejado claramente de ocupar un lugar importante en nuestra vida cotidiana.

¿De qué va todo esto, entonces? De lo mismo de lo que va toda la campaña de Trump: la raza. He utilizado comillas al hablar de la “apertura” racial de Trump porque está claro que el verdadero propósito de esta retórica vagamente conciliadora no es tanto el de atraer votantes no blancos como el de convencer a los blancos escrupulosos de que no es tan racista como parece. Pero la cosa es que aunque intente parecer racialmente incluyente, sus imágenes están impregnadas de una sensibilidad “derechista alternativa” que básicamente contempla a los no blancos como subhumanos.

De modo que cuando pregunta a los afroamericanos “¿qué tienen que perder por probar algo nuevo, como Trump?”, delata que ignora el hecho de que la mayoría de los afroamericanos trabaja duramente para ganarse la vida y que hay muchos negros de clase media. Ah, y el 86% de los adultos negros no ancianos tienen cobertura sanitaria, frente al 73% en 2010, gracias a la reforma del sistema de salud del presidente Obama. ¿A lo mejor sí tienen algo que perder? ¿Pero cómo iba él a saberlo? En el mundo mental en el que habitan él y aquellos a quienes él escucha, los negros y otros no blancos son, por definición, perezosas cargas para la sociedad. Lo que nos devuelve a la idea de que Estados Unidos es una distopía de pesadilla. Tomada literalmente, es una tontería; pero la sociedad cada vez más multicultural y multirracial de hoy es una pesadilla para quienes quieren una nación blanca y cristiana en la que las razas inferiores sepan cuál es su sitio. Y ésa es la clase de gente a la que Trump ha sacado a la luz.

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