Voces

Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 09:15 AM

La fe

/ 7 de febrero de 2016 / 04:00

Es por arriba, máquina: saltá!”, dijo él, y yo le hice caso. Ya hacía tiempo que estábamos juntos, pero nos decíamos así, “máquina”, “bestia”, apodos que no usaban las parejas sino los amigos. El domingo de la semana pasada, ordenando placares, vi mis zapatillas rojas, viejas, y recordé esa noche, cuando él me dijo “¡Es por arriba, máquina: saltá!”, y yo le hice caso, porque vi en sus ojos todo lo que necesitaba para hacerlo.

Estábamos en un recital de Pearl Jam una noche de noviembre de 2005. Nos habíamos acercado demasiado al escenario cuando estalló uno de esos hitazos que transforman a la multitud en toneladas de carne fuera de control. Cada tanto un cuerpo laxo, quizás inconsciente, navegaba sobre las cabezas de los demás y aterrizaba al otro lado de las vallas, atajado por voluntarios de la Cruz Roja. En un momento, no sé cómo, resbalé y me caí. No vi la hora de mi muerte, pero sí la de mi aplastamiento. Él me levantó como pudo y gritó “¡Hay que salir! ¡Es por arriba, máquina: saltá!”. Armó un estribo con las manos y yo, sin pensarlo, pisé, salté y caí sobre la multitud. De espaldas. Recuerdo el tacto sudoroso como si resbalara sobre una bestia viscosa, la potencia de la multitud vuelta una ola furibunda debajo de mí. Fue un segundo, y después me recibieron los voluntarios al otro lado de las vallas. Dije “Estoy bien”, y detrás de mí llegó él, volando sobre las cabezas, con una zapatilla en la mano: una de mis zapatillas rojas. “¿Todo bien?”, preguntó. Le dije “Sí”. Me puse la zapatilla y corrimos de regreso al recital. Más tarde, cuando caminábamos para encontrar un ómnibus vacío, me preguntó “¿Te dio miedo?”. Le dije “No”, y era verdad. No había por qué, pero, además, había saltado de espaldas a la multitud caníbal porque vi en sus ojos todo lo que necesitaba para hacerlo: su fe en mí. Es la única fe que necesito. Una fe que todavía me acompaña. 

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Ellos vs. ellas

/ 17 de abril de 2016 / 04:00

El 23 de febrero las argentinas María José Coni, de 22, y Marina Menegazzo, de 21, fueron encontradas muertas cerca de Montañita, una localidad turística de Ecuador y, aunque se detuvo a dos hombres por el crimen, los familiares de las víctimas no creen que sean los asesinos. El caso cobró resonancia internacional y los medios se hicieron eco de la muerte de estas mujeres “que viajaban solas”. Pero ¿no eran dos? ¿Qué les faltaba para viajar juntas y no solas: un macho alfa, un varón rampante?

A través de entrevistas con pobladores de la zona se analizó su comportamiento: cómo vestían, si tomaban alcohol. Urgía saber si eran busconas con la falda demasiado corta: urgía saber si se lo habían buscado. A comienzos de marzo, la subsecretaria de Turismo de Ecuador, Cristina Rivadeneira, dijo a la agencia de noticias DPA, en el estand de Ecuador de la feria de turismo ITB de Berlín: “Yo soy mamá. A estas chicas seguro que les iba a pasar eso en cualquier lado porque de ahí se iban a ir haciendo dedo hasta Argentina (…) les iba a pasar algo tarde o temprano”.

Según Rivadeneira, el destino de toda mujer que decide hacer dedo es la muerte segura. Renunció a su puesto poco después, diciendo: “Me disculpo como madre e hija, mis expresiones no buscaron hacer daño a nadie”. ¿Un ministro se disculpa “como padre y abuelo”? ¿Por qué disculparse “como madre e hija”? Quizás porque en el fondo, aunque haya renunciado, sigue creyendo en las cosas que se desprenden de lo que dijo: que una mujer es, ante todo, un reservorio de huevos para fabricar embriones; un ser endeble que, si tiene la ocurrencia de salir al mundo, enfrenta más posibilidades de ser cortada en postas que un varón. Quizás porque, como a tantas otras, así se lo enseñaron en su casa. E inevitablemente, como tantas otras, así lo enseñará a su descendencia. La cadena es infinita. El daño, interminable.

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Fortunas

/ 3 de enero de 2016 / 04:00

Si digo Pandora Groovesnore y a la persona que me escucha se le encienden los ojos, sé que es probable que nos entendamos bien. Si digo Caín, si digo Capitán Slütter, si digo Cráneo, si digo Rasputín y se le iluminan los ojos: sé que es muy probable que nos entendamos bien.

Muchas veces le preguntan a la gente cuáles fueron los libros más importantes de su vida. Uno de los míos empieza así: “Soy el océano Pacífico. El mayor de todos. Me llaman así desde hace mucho. Pero no es cierto que esté siempre así. A veces me enfado y la emprendo con todo y con todos. Hoy mismo acabo de calmarme de la última rabieta. Creo que barrí tres o cuatro islas y destrocé otras tantas cáscaras de nuez, de ésas que los hombres llaman barcos”. Es, claro, La balada del mar salado, de Hugo Pratt, una historieta donde aparecían todos esos personajes (Pandora, Cráneo, Caín) gravitando en torno a uno magnético y central, el Corto Maltés. La Balada, como dije, es una historieta. Un cómic. Eso que ahora llaman, pomposamente, novela gráfica. En cualquier caso, una forma de la literatura de la que muchos aprendimos lo que había que aprender acerca de la miseria y la nobleza y la ambición y la renuncia y el amor y la amistad y el sexo.

De todas las cosas que me gustaban del Corto (que anduviera ligero de equipaje, que fuera tan parco y tan valiente, que no tuviera casa ni ataduras, que se sacudiera la adversidad de los hombros como si la adversidad fuera una pelusa, un pequeño inconveniente), la que más me gustaba era que, como había nacido sin línea de la fortuna, se la había hecho él mismo con una navaja, cortándose la palma de la mano. Como quien dice: “El destino soy yo: yo me lo hago”. Que es, en verdad, lo que tendríamos que hacernos todos. Así que feliz año. Y preparen sus navajas.

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