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La fe

Es por arriba, máquina: saltá!”, dijo él, y yo le hice caso. Ya hacía tiempo que estábamos juntos, pero nos decíamos así, “máquina”, “bestia”, apodos que no usaban las parejas sino los amigos. El domingo de la semana pasada, ordenando placares, vi mis zapatillas rojas, viejas, y recordé esa noche, cuando él me dijo “¡Es por arriba, máquina: saltá!”, y yo le hice caso, porque vi en sus ojos todo lo que necesitaba para hacerlo.

Estábamos en un recital de Pearl Jam una noche de noviembre de 2005. Nos habíamos acercado demasiado al escenario cuando estalló uno de esos hitazos que transforman a la multitud en toneladas de carne fuera de control. Cada tanto un cuerpo laxo, quizás inconsciente, navegaba sobre las cabezas de los demás y aterrizaba al otro lado de las vallas, atajado por voluntarios de la Cruz Roja. En un momento, no sé cómo, resbalé y me caí. No vi la hora de mi muerte, pero sí la de mi aplastamiento. Él me levantó como pudo y gritó “¡Hay que salir! ¡Es por arriba, máquina: saltá!”. Armó un estribo con las manos y yo, sin pensarlo, pisé, salté y caí sobre la multitud. De espaldas. Recuerdo el tacto sudoroso como si resbalara sobre una bestia viscosa, la potencia de la multitud vuelta una ola furibunda debajo de mí. Fue un segundo, y después me recibieron los voluntarios al otro lado de las vallas. Dije “Estoy bien”, y detrás de mí llegó él, volando sobre las cabezas, con una zapatilla en la mano: una de mis zapatillas rojas. “¿Todo bien?”, preguntó. Le dije “Sí”. Me puse la zapatilla y corrimos de regreso al recital. Más tarde, cuando caminábamos para encontrar un ómnibus vacío, me preguntó “¿Te dio miedo?”. Le dije “No”, y era verdad. No había por qué, pero, además, había saltado de espaldas a la multitud caníbal porque vi en sus ojos todo lo que necesitaba para hacerlo: su fe en mí. Es la única fe que necesito. Una fe que todavía me acompaña.