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Casa conocida

Empezaré con una obviedad: la forma que damos a nuestras casas es un reflejo de lo que somos, y somos tan diversos como casas se ven en esta ciudad. Pero a partir de esa obviedad es interesante analizar cómo construimos nuestras moradas y, sobre todo, cómo cambiamos de la noche a la mañana.

Simplificaré el razonamiento en dos posibilidades: cuando tenemos plata y sin ella. Sin quivo, somos obligadamente discretos, humildes a la fuerza. Quizás tienes unos cuartos propios con una letrina cerca de la vía, o quizás vives en alquiler o anticrético en un edificio que apenas cumple con las normas básicas de confort. Tu hábitat rezuma discreción y humildad. Estás signado por tus posibilidades, y con ellas resuelves tu vida familiar que, las más de las veces, es de una familia ampliada (hijos, tía, abuelos, y sobrinos).

Otra es la vivienda con plata. Y si de la noche a la mañana la plata nos llueve, explotamos en delirios e ilusiones de clase, de estirpe; y jugamos como nenes caprichosos con los estilos arquitectónicos. Los términos como mesura, discreción, cautela, recato desaparecen de nuestro diccionario y, casi todos en esta ciudad, caen en el mundo imaginario de Huicho Domínguez. He sido testigo en décadas de aguda observación de esta inmediata transformación en el gusto de casi todas las clases de esta sociedad pluri-multi: en q’aras o t’aras, en gentes de arriba o de abajo, de izquierda o de derecha, nativos o extranjeros, de colegio privado o fiscal, de pollera o traje sastre. En fin, a casi todos, el vil metal trueca los valores y, a través de un seudoestilo arquitectónico, buscan tener raigambre a la usanza occidental y al menor tiempo posible. En palabras hirientes: pretendemos con nuestras casas “blanquearnos” a lo Michael Jackson.

¿Y cuál es ese seudoestilo? Pues un mamarracho con detalles de la arquitectura clásica europea, a saber: columnas dóricas o corintias, cornisas a diestra y siniestra, arañas de innumerables luces y caireles, balcones coloniales, mansardas afrancesadas, ventanas a cuadritos con marquitos blancos, balaustras, escaleras imperiales, tejas coloniales y, como dice un amigo arquitecto, kilómetros y kilómetros de tela para las cortinas. Y, como prueba de mi afirmación “casi todos”, este modelo y sus dijes lo ves tanto en casonas de la zona Sur como en los afamados cholets de El Alto. Es un gusto extendido por la mala copia, el calco estridente y chillón, que tiene nuestra arquitectura residencial construida con plata a borbotones y cero cordura. Me dirán que todos tienen derecho a hacer con su plata lo que les da la gana. De acuerdo. Pero esa voluntad colectiva de construir adefesios dice mucho de nosotros mismos.

Es arquitecto.