A David Bowie le incomodaba la etiqueta de extraterrestre que más de una vez le colocaron, porque en su obra siempre puso sus esfuerzos artísticos en la dirección opuesta, en explorar la humanidad íntimamente. Era, después de todo, un artista pop, el más humano de los estilos, y en sus canciones hablaba de personas enfrentando situaciones con las que todos podemos conectarnos: una despedida, un cambio o un nuevo día; enfrentando la muerte.

La fama opacó sus genuinas intenciones artísticas, que fueron interpretadas muchas veces como autorreferencias. Blackstar, su último disco, sufrió de esta injusticia en muchas de sus reseñas póstumas, que lo describen como un afán del músico por prepararnos para su muerte. También se dijo que el álbum y el modo en que el músico murió fueron su última obra de arte, pero lo fueron porque, desde su propia intimidad, nos invita más bien a enfrentar y comprender un poco más nuestra propia muerte y la de nuestros cercanos.

Phillipe Ariès en Morir en Occidente nos recuerda que en las sociedades de hoy la muerte ha suplantado al sexo como el mayor tabú; no por nada las dos mayores religiones del mundo están obsesionadas con ambos. Durante la era más cristiana de Occidente, la Edad Media, explica Ariès, la muerte era considerada uno de los momentos más importantes de la vida, y los enfermos terminales preparaban personalmente su partida. Para el moribundo, el modo ideal de morir era en su casa, en compañía de sus seres queridos. Hoy, en cambio, morimos y dejamos morir a nuestros seres queridos en un hospital, encomendados a un extraño. No necesitamos disponer de nuestras casas ni siquiera para los velatorios, contratando salas para ello. Nuestra deshumanizada relación con la muerte es el gran fracaso espiritual de la modernidad.

Vemos a la muerte de modo distinto porque también ha cambiado nuestra forma de ver la vida. Los conocimientos acumulados nos han permitido alargar nuestra esperanza de vida, pero también nos sugieren que lo que llamamos “ser” y “alma” son tan efímeros como nuestro hígado. Esta constatación se revela más trágica bajo la concepción occidental del tiempo —lineal y opuesto a la eternidad— que nos empuja a una proyección constante del futuro y a rehuir del presente, desvelándonos a cada momento el inevitable fin. Por eso tomamos como muerte ideal lo senil e inconsciente, y parte de lo que nos aterra de las enfermedades terminales es hacernos testigos de nuestro cercano final.

La religión sigue siendo la respuesta para muchos (“los dioses son invenciones de la gente que teme la muerte” habría dicho Buda), pero carece de los estándares éticos contemporáneos. Aceptamos el que se decida creer que realizando pactos íntimos y secretos con seres misteriosos es posible librarse de la tragedia y acceder a la eternidad. Pero seguimos siendo testigos de que cuando la realidad rompe inevitablemente ese pacto, nace el odio y se abraza nuevamente una cultura de muerte, que en vez de humanizarla la difunde.

Hay otras maneras de relacionarnos con la tragedia inevitable, el arte ha sido siempre una de ellas. Bowie no pudo tener una muerte inconsciente, estuvo obligado a lidiarla a través de una enfermedad. Y lo hizo del modo en que supo hacer todo en vida: con un propósito y cargando de sentido su lucha. Murió en su casa y rodeado de su familia, días después del lanzamiento de Blackstar y habiéndose hecho cargo él mismo de los detalles. Se preocupó de recibir ese momento con integridad. Ésa fue su última gran obra de arte, y debemos sentirnos agradecidos de poder apreciarla.

Es ingeniero en medioambiente; perrodepaja.wordpress.com