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Plegarias

Uno tiene que soportar que la vida mande siempre en la obra, y nunca que la obra mande en la vida

/ 25 de febrero de 2016 / 04:00

La película Capote, como ocurre con algunas obras de ficción cuando en ellas se entromete la vida, mejora con la autodestrucción de Philip Seymour Hoffman, el actor que da vida al protagonista. Su descalabro pone en perspectiva el del propio Capote, al que la película exhibe bañado en alcohol y sin poder vocalizar mientras se desespera por el retraso de la ejecución de los dos asesinos de A sangre fría, otra obra que mejora cuando se sabe que está hecha de vida y ficción: más increíble la primera que la segunda (“si suspenden la condena me muero”, decía el autor, pendiente del punto final; “le quiero y le he querido siempre”, le dice a Capote uno de los condenados camino a la horca).

A sangre fría pudo referirse también, como título, a la relación entre dos amigos de la infancia, Truman Capote y Harper Lee, que acaba de morir después del primer párrafo. Él “tenía el pelo blanco como nieve y pegado a la cabeza lo mismo que si fuera plumón de pato”, escribió ella en Matar a un ruiseñor, en donde uno de los niños está inspirado en su amigo. Tuvieron finales distintos.

Capote fue circular: en uno de sus primeros cuentos escrito a los 11 años, que no sabía que se iba a publicar, se burlaba de sus vecinos de Monroeville, Alabama. En su último libro el escritor desnuda con crudeza sus últimas amistades de alta sociedad en un intento que definió, humildemente, proustiano. Esa obra, Plegarias atendidas, sí la quería publicar, pero murió antes de acabarla.

Después de Matar a un ruiseñor Harper Lee se marchó de la literatura. El año pasado se publicó una novela inédita, tan anterior a Matar a un ruiseñor como parte de ella, la materia prima de la que salió su obra maestra. Era un making off, la vida que había detrás de la historia de Atticus Finch. En la decepción de la crítica se adivinó una última lección que empequeñecía su figurita de anciana llena de cautelas: la discreción artística ha de ser aún más extrema que la personal.

Uno escribe de las cosas que pasan pero no puede escribir para que pasen cosas, ni puede provocar cosas para escribir de ellas, y tiene que soportar que la vida mande siempre en la obra, y nunca que la obra mande en la vida salvo para acallarla. Pero puede tener un poder gigantesco, como el que tuvo Lee en Matar a un ruiseñor; un poder, el de inmiscuirse en la sociedad, que no tuvo Capote con tanta intensidad en ninguna de sus obras. Siendo, sin embargo, un escritor mayor, un artista tan consciente de sí mismo que sacrificó al ser humano para alimentarse de él: sin vida detrás, su obra se resintió.

Es escritor y periodista, columnista de El País.

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Cuenten los vivos

/ 19 de mayo de 2017 / 04:01

John Gibler está promocionando en España un libro que se titula de manera muy conocida: Fue el Estado (Editorial Pepitas de Calabaza). Reconstruye los asesinatos de Iguala, la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Fue el Estado, se repite en México. “Si el Estado oculta, destruye, desdeña, obstaculiza, manipula y fabrica evidencias de un hecho criminal que involucra a su aparato represivo, entonces la conclusión es una sola: fue el Estado”, escribió dos años después Álvaro Delgado en Proceso.

Gibler ha recogido testimonios de los supervivientes y ha contado la historia en primera persona, la de los chicos. Perseguidos y tiroteados por los policías, objeto de una cacería propia de una banda que no quisiera dejar testigos. Gibler empieza su libro (en México se tituló Una historia oral de la infamia) con una cita que viene al caso no solo per se, sino por el contexto. Pertenece al libro Desterrados: crónica del desarraigo, de Alfredo Molano; historias de desplazados, de campesinos, de pobres a los que no han dejado ni tierra sobre la que sentarse. Dice: “¿A quién reclamarle justicia si la misma ley que mata es la que levanta los muertos? ¿Dónde poner la denuncia si toda autoridad está untada de sangre? La misma ley que toma medidas y hace los exámenes para decir quién es el asesino es la misma que cometió el crimen”.

Es un libro importante. En él hablan chicos de 18 y 19 años escapando de la ley, sus agentes, para que no los maten. Gibler le preguntó una vez a un maestro suyo, Javier Valdez, cómo hacer periodismo en México. Valdez le respondió: “No cuenten los muertos. Eso lo hace cualquiera. Que cuenten la vida. Que retraten el miedo, ésa es la otra muerte, la que nadie cuenta; esa es la paulatina y esa es la peor”. Es probable que para entonces Valdez ya hubiese empezado a morir, y le tuviesen señalada la hora y el lugar en el que le iba a meter las balas el narco.

El lugar en el que más merece la pena hacer periodismo siempre es el lugar en el que no se puede hacer. Javi Lafuente cuenta en un artículo publicado en El País de España la respuesta de Valdez al correo de una compañera: “Por razones de seguridad no puedo dar declaraciones, se puso cabrona la situación”. La enfermedad avanza cuando se prohíbe publicar un diagnóstico. Valdez tenía una columna en Riodoce, Malayerba. Puso en marzo: “Le dieron machetazos y tres balazos para que no se levante más. En las bolsas del pantalón encontraron su credencial y un número de teléfono anotado en un papel viejo, con tinta borrosa: mamá”.

* es periodista y escritor mexicano, columnista de El País.

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Del cero al uno

Hay que preguntarse en quién y cuántas veces se ha aplicado la ‘tolerancia uno’ contra las violaciones.

/ 16 de julio de 2016 / 03:10

Desde 2008, todos los 7 de julio en Pamplona se recuerda algo más que San Fermín. Se recuerda a Nagore Laffage, una chica de 20 años que esa noche se encontró a un médico de 27, José Diego Yllanes; fue asesinada por él. Hay un documental de Helena Taberna, Nagore, y una muy extensa hemeroteca sobre el crimen, pues el chico era de buena familia y con éxito social, signifique eso lo que signifique. No hay perfil que a los periodistas nos cause más gracia que el del chico 10 —como se le llamó en titulares— caído en desgracia. Entre otras razones porque se da por hecho que cayó en desgracia el asesino, no la muerta.

También él lo creyó desde el primer momento, por eso tras matarla pidió ayuda a un amigo, pensó en descuartizarla (le cortó un dedo), la metió en una bolsa, la depositó en un bosque y limpió de huellas el piso. La sentencia consideró todos los atenuantes propuestos por la defensa: su confesión (fueron vistos por testigos y grabados por cámaras), la reparación del daño (dinero para la familia de la víctima) y la intoxicación etílica. De este modo fue condenado por homicidio, no por asesinato; el día en que se conoció la sentencia lloró la familia de Laffage. Doce años de prisión, permisos de libertad en breve y una petición del condenado: la del indulto al Gobierno en 2014, que fue denegado.

Del juicio sobrevive una frase involuntariamente esclarecedora. La pronunció la madre de Diego José Yllanes: “Me resulta imposible aceptar que asfixió a esa chica sin más”. La declaración oculta lo mismo que exhibe: es posible aceptar que tu hijo asfixió a la chica por un motivo. El que se aireó en el juicio tiene relación con la familia y su posición social: la mató para evitar que la chica lo denunciase tras ser agredida sexualmente y de este modo dañar su imagen y la de su apellido. Tras el crimen dedicó a eso sus acciones: él y su posición, su clase.

La madre de Nagore se ha preguntado estos días si ninguno de los cincos acusados de violación en Pamplona este año pensó en algún momento: “Qué estamos haciendo”. Es probable que si alguno lo hizo fuese en relación con las consecuencias del delito. En crímenes con tanta tradición es complejo apartar el foco de quien patrimonializa la violencia hasta terminar arrogándose el papel de víctima. Ni siquiera en el lenguaje bienintencionado se huye de la trampa. En posiciones tan contundentes como la del Ayuntamiento de Pamplona, que ha anunciado “tolerancia cero” con las violaciones, se invita a pensar en quién y cuántas veces ha aplicado la “tolerancia uno”.

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Turistas del criminal

Hay que admirar el salto que el actor estadounidense Sean Penn ha hecho al turismo del criminal

/ 29 de enero de 2016 / 04:02

En Turistas del ideal, una novela para la que no necesitó imaginación, Ignacio Vidal-Folch retrata a un grupo de intelectuales con sensor para detectar causas mundiales a las que prestar su imagen, y que las causas se las presten a ellos. Para ello tenían algún obstáculo: por ejemplo, descender desde las cumbres heladas del consumismo que les había hecho ricos para volver después, ya en España, a refugiarse en su sensibilidad política con mando a distancia. Vidal-Folch lo ejemplificaba en un escenario de ficción, trasunto de Lacandona, y con personajes a los que era difícil disociar de sus correspondencias reales.

Creo recordar que nadie estaba inspirado en uno de los turistas del ideal más comprometidos con la caridad ideológica: Ignacio Ramonet. En 2005, por las mismas fechas que la publicación de la sátira de Vidal-Folch, Ramonet escribió una biografía de Fidel Castro tras 100 horas de conversación con él, todas sin grabadora, todas reconstruidas por el recuerdo. Horas de las que después se supo que el líder de la revolución cubana, ante determinado asunto, zanjaba mandando al autor a sus discursos, de ahí que en muchas páginas la memoria de Ramonet pareciese sobrenatural: no era la nemotecnia, era el cortapega.

En aquella performance se reunían la fascinación y el periodismo, algo que no estaría mal del todo si el lector pudiese diferenciarlos. Para refrescar aquello, Sean Penn se ha ofrecido una década después a encontrarse con el mayor narco del planeta, un hombre que gana desde su presentación: señor de la droga, no de los asesinados. Pero también a Penn le han mandado, como es norma en el turismo, derecho a los monumentos con la cámara colgando.

Mientras se debate si Kate del Castillo ha cruzado la raya que separa a la actriz de su personaje, la Reina del Sur, hay que admirar el salto que Penn (un turista del ideal, más de gobierno que de selva zapatista) ha hecho al turismo del criminal. No es solo ya la concesión a El Chapo, que pretende autoentrevistarse en la revista Rolling Stone, autorrodarse en Hollywood y quién sabe si autointerpretarse, sino la coherencia de sus apariciones, siempre entre millonarios, siempre bajo una sensación incómoda de frivolidad, siempre bajo una causa difusa que incluye abrazos y afectos que en el caso del asesino Guzmán, con esa manita estrechada y el gesto sombrío, es puramente obsceno.

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‘El mundo sigue’

A Fernán Gómez le interesaba mucho saber de qué estaba hecho el éxito. No es raro.

/ 2 de enero de 2016 / 09:34

Un día, Fernando Fernán Gómez recibió en casa a un grupo de amigos. Uno de ellos le dijo en medio de la tertulia: “Bueno, Fernando, ¿y esto de la Macarena? Menuda vergüenza, qué imagen damos de España con el talento que tenéis tantos”.

Fernán Gómez se puso colorado. “¡La Macarena! Eso es una maravilla. ¿Por qué a lo que triunfa se le descalifica en lugar de analizarlo? Si la baila todo el mundo, y nuestras películas las ven 100 personas, ¡por algo será!”.

Acto seguido pidió que se le acercase el CD, que al parecer andaba por casa. Ninguno de los que estaba con él había visto físicamente el disco; Fernán Gómez, sin embargo, lo tenía a mano. No solo eso: parecía haberlo estudiado. Sacó el libreto y se puso a declamar muy despacio: Macarena tiene un novio que se llama / ¡que se llama de apellido Vitorino! / y en la jura de bandera del muchacho / se la dio con dos amigos / ¡aaaaaaaaah!

Se produjo un silencio que rompió el propio Fernando Fernán Gómez. —Joder. “Macarena tiene un novio que se llama / que se llama de apellido Vitorino”. Menuda repetición. Y el efecto que causa. Pero cómo no va a gustar: es imposible que no guste.

La leyó entera, elevando la voz cuando daba con algo que suponía que a la gente le volvía loca. Macarena, Macarena, Macarena / ¡que te gustan los veranos de Marbella! / Macarena, Macarena, Macarena / que te gustan las movidas guerrilleras. “Que te gustan los veranos de Marbella”, se quedó murmurando. “Que te gustan las movidas guerrilleras”. El amigo que le había preguntado ya no sabía dónde meterse.

A Fernán Gómez le interesaba mucho saber de qué estaba hecho el éxito. No es raro. Murió sin haber visto una obra maestra dirigida por él, El mundo sigue, en salas comerciales. Dos hermanas guapísimas: Lina Canalejas y Gemma Cuervo. Belinchón recuerda cómo en una prueba Pilar Bardem nombró a Zunzunegui, el autor del libro, y Fernán Gómez dijo: “Nunca estrenaremos. Ese nombre es gafe”. Efectivamente: nunca se estrenó. La aplastó la censura.

Ha pasado medio siglo para estar de vuelta. El mundo sigue enseña la penitencia del honor y destripa una sociedad implacable movida por el machismo, el escrúpulo religioso y la moral ancha; una España dividida entre trepadores y los que se dejaban trepar. En cierto modo resultó un alivio que la condenase el franquismo: era el final apropiado de la película.

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Vallenato

Rafael Escalona decía que el vallenato es como un bostezo: se transmite de boca en boca

/ 17 de diciembre de 2015 / 05:54

A los 86 años, Emiliano Zuleta Baquero conoció el aburrimiento”. Así empieza una crónica monumental, El testamento del Viejo Mile, de Alberto Salcedo Ramos. Zuleta relata un encuentro histórico, el que tuvo con Lorenzo Morales en Urumita, La Guajira (Colombia), cuando se enfrentaron los dos, uno más borracho que el otro, en un duelo de acordeonistas lleno de sabotajes que no terminó cuando Moralito se fue del pueblo, sino cuando Zuleta escribió: “Te fuiste de mañanita / sería de la misma rabia”, versos a los que siguieron los primeros de la canción: “Acordate Moralito de aquel día / que estuviste en Urumita / y no quisiste hacer parranda”.

Era 1938 y Zuleta había escrito el vallenato más famoso, La gota fría. En Medellín le pregunté a Salcedo Ramos dónde escuchar vallenatos. “El vallenato es como los dinosaurios”, respondió; “fue grande en el pasado y hoy no existe”. No hablábamos de música, sino de periodismo: el vallenato era la primera noticia de todas. Un juglar subido a un burro a quien paran y ordenan: “Pedro está enfermo”, y el hombre incorpora el verso para llevar la nueva. Rafael Escalona decía que el vallenato es como un bostezo: se transmite de boca en boca. Salcedo Ramos dice que eso demostraba que estaba vivo, porque se aprendía de los demás: las canciones de la radio no son vallenatos porque nacen muertas.

Aquel periodismo era el que tenían entonces los habitantes de los pueblos. Al de Salcedo, Arenal (“un pueblo tan caliente que al mediodía el diablo se desnuda y se mete en la tienda a comprar hielo”) llegaba el periódico al anochecer tras viajar en avión y carreta. Los vecinos tenían en los juglares y los vallenatos los boletines frescos y modernos de la actualidad. Era por ellos, como las campanas de nuestra iglesia, por los que se enteraban de los muertos: por una canción.

Lo que más le impactó a Salcedo del primer muerto que vio es que no podría volver a bailar. Con los años terminó relacionándolo con el griterío del Caribe: el que baja la voz es sospechoso. El 1 de diciembre la Unesco nombró el vallenato como patrimonio de la Humanidad, y con él una copla esencial: “Este es el amor amor / el amor que me divierte / cuando estoy en la parranda / no me acuerdo de la muerte”. Cantan para olvidar la muerte, pero le cantan a ella. Se acaba reconociendo con el mismo sudor frío con el que se reconoció Emiliano Zuleta a los 12 años el día en que creyó tener un amiguito mal vestido y mal peinado que repetía todo lo que él hacía; cuando enfadado fue a pegarle descubrió que era un espejo: el primero que veía en su vida. Hasta los 86 no se aburrió nunca.

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