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Wednesday 24 Apr 2024 | Actualizado a 10:07 AM

De Obama a Trump

Trump es un espejo deformado e hiperbólico de la visceralidad de los republicanos

/ 26 de febrero de 2016 / 04:14

Hace ocho años, Estados Unidos estaba a punto de elegir a su primer presidente negro. El demócrata Barack Obama prometía terminar con décadas de divisiones. Era un político inusual: mesurado, paciente, capaz de analizar todos los aspectos de un problema antes de adoptar una decisión, consciente de los límites de su poder y el de su país, pragmático y al mismo tiempo visionario.

Hoy un hombre de negocios deslenguado y fanfarrón, con una tendencia irrefrenable al insulto y un mensaje xenófobo que recoge las tradiciones más sombrías de la política estadounidense tiene opciones claras de lograr la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre. Hasta hace unas semanas la posibilidad de que Trump sucediese a Obama era descabellada; hoy sigue siendo remota, pero ya no es inverosímil.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Algunos señalan a la inacción de los dirigentes del Partido Republicano o de sus líderes de opinión: o bien, como la mayoría de observadores, nunca creyeron que Trump llegase tan lejos, o se lo tomaron a chiste. El ascenso del heterodoxo Trump —un candidato sin ideología definida, con retórica ultraderechista en inmigración y casi de izquierdas respecto al comercio internacional o el poder de las farmacéuticas— representa una oferta pública de adquisición (OPA) hostil al Partido Republicano. Al mismo tiempo, Trump es un espejo deformado e hiperbólico de la visceralidad de los republicanos durante los años de Obama.

Trump ha contado con un aliado valioso en los medios de comunicación, que se hace eco de cada astracanada suya y le regala horas y horas de pantalla.

Ningún candidato, de ningún partido, ha contado con tanta cobertura televisiva como Trump, un showman capaz de mantener durante un mitin de 45 minutos la atención del público. Su personalidad (un triunfador, un multimillonario) es su principal atractivo.

Obama debía unir Estados Unidos, pero, cuando abandone la Casa Blanca en enero, dejará un país polarizado política y racialmente. Como demuestra el bloqueo en el Tribunal Supremo, tras la muerte del juez Antonin Scalia, la parálisis en Washington continúa. Los años de Obama habrán sido, también, los de las tensiones por el trato policial a los negros, el miedo de sectores de la mayoría blanca a perder su estatus en un país más multicultural, y la erosión continuada de la clase media. Trump —el anti-Obama: no solo por sus ideas políticas, sino por su personalidad— es la expresión última del malestar.

Es analista norteamericano, corresponsal de El País en EEUU.

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La intratable fractura racial

Los intratables problemas internos condicionan la influencia de la primera potencia mundial.

/ 24 de julio de 2016 / 14:09

Los problemas internos de Estados Unidos persiguen al presidente Barack Obama allí adonde va. No hay reunión con líder extranjero en la que éste no le pregunte por el candidato republicano a sucederle, Donald Trump. La muerte la semana pasada de dos hombres negros por disparos de la Policía, en Luisiana y Minnesota, y la matanza de cinco policías en Dallas (Texas) marcaron su gira por Europa, posiblemente la última antes de abandonar el cargo, en enero de 2017.

Los más optimistas creyeron que, con la victoria de un afroamericano en las elecciones presidenciales de 2008, Estados Unidos entraría en un periodo posracial. Si el comandante en jefe era negro, el color de la piel dejaría de importar y el racismo, el mal fundacional de EEUU, quedaría reducido a la marginalidad. Obama nunca creyó en estas fantasías. Los hechos se encargaron de desmentirlas. Los años de Obama han sido años de desigualdades económicas que las minorías sufren con saña. También de una sucesión de episodios de violencia policial contra personas negras, episodios conocidos gracias a la facilidad del acceso a teléfonos con cámaras y a la difusión en las redes sociales.

Obama, como hombre negro que ha sufrido discriminación en el pasado y al que algunos conciudadanos siguen viendo como un extranjero, ha asumido un papel delicado. Se ha esforzado en ser el presidente de todos los ciudadanos de EEUU, independientemente de su raza, etnia o credo. Al mismo tiempo, cada vez que se conocen noticias de un nuevo asesinato por los disparos de la Policía, es capaz de ponerse en la piel de las víctimas como ningún político blanco habría podido hacer. Otro equilibrio: debe aparecer como defensor de los derechos civiles (el movimiento Black lives matter, las vidas negras importan, es el último eslabón en la cadena de luchas por los derechos de los negros) y al mismo tiempo defender la honorabilidad de la mayoría de los policías que de buena fe preservan el orden público.

La concatenación de explosiones violentas —las muertes de afroamericanos por disparos de la Policía en Luisiana y Minnesota y el ataque orquestado contra policías en Dallas, capital oficiosa de la violencia política en EEUU— crea una dinámica inédita en años recientes. Ocurre en medio de una campaña electoral en la que uno de los aspirantes atiza los resentimientos contra las minorías. Conviene recordar que el magnate Trump puso los fundamentos de su carrera política, años antes de anunciar su candidatura, cuestionando que el mandatario realmente hubiese nacido en EEUU y estuviese legitimado para ejercer su cargo, una teoría conspirativa con indisimulados ecos racistas.

En la primera semana de julio Obama cruzó el Atlántico para ayudar a pacificar una Europa fracturada por el referéndum británico y las incertezas sobre el proyecto común, y se ha visto atrapado por las perturbadoras noticias que llegaron de su país. Los intratables problemas internos (la violencia policial, el fácil acceso a armas bélicas, el populismo desenfrenado) condicionan la influencia de la primera potencia mundial. Toda política local es global.

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Obama repite con Irán la estrategia usada con Cuba

El Presidente de Estados Unidos opta por dialogar con adversarios y romper inercias de la Guerra Fría; es el caso de Cuba e Irán.

/ 19 de julio de 2015 / 04:00

Primero fue América Latina. Ahora, Oriente Próximo. El acuerdo nuclear con Irán, adoptado dos semanas después del anuncio de la apertura de una embajada de Estados Unidos en Cuba, obedece a la misma doctrina: diálogo con los adversarios y audacia al romper las inercias de la Guerra Fría. Los críticos del presidente demócrata Barack Obama gritan: ‘¡Múnich!’, la metáfora del apaciguamiento ante los totalitarismos. Obama replica citando a John F. Kennedy, seguramente el demócrata más respetado por los halcones republicanos.

No es casualidad que, en su discurso sobre el acuerdo de Viena, que la audiencia norteamericana degustó con la leche y los cornflakes, a las siete de la mañana, Obama echase mano del manual de frases kennedianas.

“No negociemos nunca por miedo, pero no tengamos miedo de negociar”, dijo Kennedy hace 54 años y volvió a decir Obama este martes. En otro momento, recordó que los acuerdos armamentísticos nunca se negocian con amigos. Kennedy negoció con el líder soviético Jruschov, precisamente en Viena, y otro presidente, Ronald Reagan, que ocupa el lugar más elevado en el santoral republicano, no tuvo problema en negociar con Gorbachov. Así lo han hecho todos, incluso George W. Bush, antecesor de Obama, artífice de la fallida invasión de Irak pero también, en su última etapa, responsable de un giro hacia posiciones más tibias con los países del eje del mal, como Corea del Norte o el propio Irán. En 2008, en los últimos meses de su administración, Bush envió a un diplomático experimentado, William Burns, a sentarse a las negociaciones de los europeos con los iraníes en Ginebra.

A Obama, desde que sucedió a Bush en 2008, le gusta reclamarse de una tradición diplomática suprapartidista. Sí, se ha retirado de las guerras pero ningún presidente ha usado la guerra encubierta de los drones y los comandos como él. Si existe una doctrina Obama, es una combinación del uso de todas las capacidades letales de Estados Unidos y del multilateralismo y la audacia —o la imprudencia, dirán sus detractores— de hablar con el enemigo.

Los planes no siempre funcionan. Obama llegó hace seis años a la Casa Blanca con la idea de impulsar un giro estratégico hacia Asia. Se trataba de contrarrestar la influencia china y dedicar los esfuerzos de Estados Unidos a la región más dinámica. Pero el giro se ha quedado a medias y, como prueba Irán, o la guerra contra el Estado Islámico, Estados Unidos sigue atrapado en Oriente Próximo. Obama también llegó con la reputación de desinteresarse de Europa. Y he aquí que, cuando se acerca el final de su mandato, la economía europea —la crisis griega— y las tensiones con Rusia en Ucrania ocupan una parte creciente de su agenda. Paradojas vienesas: aquí Estados Unidos y Rusia han decidido levantar sanciones a Irán al mismo tiempo que Estados Unidos sanciona a Rusia por Ucrania.

De Europa y Asia a América Latina y Oriente Próximo. Hay poco que comparar entre Oriente Próximo hoy, un foco de inestabilidad y violencia, y América Latina, donde, a pesar de los retrocesos democráticos, de la violencia enquistada en algunos países y de las fragilidades económicas, está lejos de lo que era en los años de Reagan. Pero en ambas regiones Obama ha aplicado su doctrina: ensayar algo distinto.

En el caso de Cuba, un viraje en la política estadounidense del último medio siglo, fundada en un embargo que no sirvió para acabar con una dictadura familiar. En el de Irán, una retórica de amenazas y confrontación que no impidió que este país se acercara a la bomba nuclear.

Visto en perspectiva, es más sencillo el diálogo con Cuba, un país que, desde que la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) instaló los misiles en 1962, no representa una amenaza existencial para Estados Unidos. Irán ayuda a grupos terroristas en Oriente Próximo, usa una retórica apocalíptica contra Israel, aliado de Estados Unidos en la región, y, aunque lo niega, está bajo la sospecha —no solo de Estados Unidos— de ambicionar la bomba atómica.

Veto del Presidente. Pero el bloqueo con el que topa Obama en Washington es similar. El Congreso tiene la llave para levantar el embargo económico a Cuba y se resiste a hacerlo. También es, desde hoy, el principal obstáculo para que el ambicioso documento de Viena entre en vigor. Los republicanos, mayoritarios en el Congreso, disponen de votos suficientes para votar en contra. Pero necesitan una mayoría de dos tercios en ambas cámaras —es decir, votos demócratas además de los de la mayoría republicana— para anular un posible veto del Presidente a la revocación de la ley por el Congreso.

“Vetaré cualquier legislación que impida una aplicación con éxito de este acuerdo”, dijo este martes Obama. “Para decirlo simplemente”, argumentó en otro momento, “que no haya acuerdo significa más posibilidades de más guerra en Oriente Próximo”. Pura doctrina Obama.

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Una semana que transformó a Estados Unidos

Un país en el que los homosexuales se casan y que avanza hacia la cobertura sanitaria universal es distinto del que Obama heredó al llegar a la Casa Blanca en 2009. Es otro país cuando el Sur arría la bandera confederada.

/ 5 de julio de 2015 / 04:00

A veces la historia se acelera. Acaba de ocurrir en Estados Unidos. En menos de una semana, un símbolo asociado al bando esclavista de la Guerra Civil —el racismo es el pecado fundacional de este país— como es la bandera confederada, ha empezado a retirarse de terrenos públicos en los estados del Sur. La reforma sanitaria, una ley que amplía la cobertura médica a millones de personas sin seguro, se ha afianzado gracias al aval del Tribunal Supremo. Y el propio Tribunal Supremo —un organismo no electo y con nueve jueces vitalicios— ha adoptado una de las decisiones de mayor calado político en este país en años: legalizar en los 50 estados el matrimonio entre personas del mismo sexo.

El viernes 26 de junio por la noche, horas después de conocerse el fallo sobre el matrimonio homosexual, por unas horas la Casa Blanca dejó de ser blanca. Se iluminó con los colores del arcoiris, símbolo del movimiento LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y transgénero). La imagen —la Casa Arcoiris y centenares de personas concentradas, más por vivir un momento único que por ninguna reivindicación ideológica— es poderosa. No fue hasta hace tres años que el Presidente dijo por primera vez que apoyaba el matrimonio homosexual.

Para calibrar el cambio, conviene recordar que, detrás de estas paredes ahora iluminadas, un presidente dijo una vez: “No creo que haya que glorificar la homosexualidad en la televisión pública”. Era el 13 de mayo de 1971 y Richard Nixon acababa de ver una serie en la que un personaje le pareció homosexual. Indignado, lo comentó con un asesor suyo. “No quiero que este país vaya por este camino. Sabes lo que le ocurrió a los griegos. La homosexualidad les destruyó”, dice en la grabación.

Fueron necesarias más de cuatro décadas, pero al final Estados Unidos fue “por este camino” que el republicano Nixon temía. Y es un presidente demócrata, aunque en términos históricos haya sido a última hora, el que enarbola la bandera arcoiris. Al abrir las Fuerzas Armadas a gays y lesbianas, Obama ha contribuido al impulso final. Pero no es él quien ha decidido que la Constitución reconozca el derecho de los homosexuales a casarse igual que los heterosexuales, sino el Tribunal Supremo. Y, en el Tribunal Supremo, el voto decisivo, el hombre que redactó el fallo, fue el del juez Anthony Kennedy, nombrado por Ronald Reagan, ícono de la derecha estadounidense.

También es el Tribunal Supremo el que, al declarar el jueves legales los subsidios para suscribir seguros médicos, evitó que hasta 6,4 millones de personas perdieran las ayudas y se quedaran sin cobertura sanitaria. Si los jueces hubieran fallado en contra de Obamacare —el nombre popular de la reforma— y hubieran dejado a millones de personas fuera de la reforma, ésta habría peligrado. La clave de Obamacare, un sistema basado en los seguros privados, es que el máximo de personas —sanas y enfermas— se aseguran para abaratar los costes.

Un país en el que los homosexuales se casan y que avanza hacia la cobertura sanitaria universal es distinto del que Obama heredó al llegar a la Casa Blanca en 2009. Es otro país cuando el Sur arría la bandera confederada. Sí, un racista blanco ha tenido que matar a nueve negros en una iglesia. Y la bandera es solo un símbolo, pero es un símbolo cargado de significado. Esta semana, también, Estados Unidos se ha asomado al legado del racismo. El discurso de Obama, el viernes, en el funeral del reverendo Clementa Pinckney, uno de los muertos, puede ser un comienzo.

Ni la ratificación de Obamacare, ni el matrimonio igualitario en los 50 estados, ni el intento de retirar la bandera en el Sur, son responsabilidad directa de Obama. Pero los tres cambios, que llevaban tiempo gestándose y ahora cristalizan, definen el país que Obama dejará cuando abandone la Casa Blanca en 2017. Como lo definirá la negociación nuclear con Irán —si culmina con éxito en los próximos días— y el deshielo con Cuba. Esta semana ha transformado Estados Unidos y puede transformar la presidencia de Obama.

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