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Matar al mensajero

No somos pocos los que, emergiendo del referéndum constitucional con un doloroso chak’i moral, hemos sopesado la posibilidad de cerrar nuestras cuentas de Facebook, Twitter y/o WhatsApp, que no recordamos con qué objetivo abrimos, ni cuándo. ¿Cuál era la razón para subscribirse? ¿Recontactar con amigos? ¿Enterarnos de lo que hacen, piensan, opinan? ¿Establecer una red de intercambio entre quienes tenemos intereses, nostalgias o parientes comunes? ¿Tener un lugar donde expresarnos libremente? Toca entonces evaluar, de forma personal, si algunos de esos importantes objetivos se ven cumplidos en las largas horas invertidas cada día en las redes sociales.

Cada quien sabrá si vale la pena soportar al amigo que publica fotografías de cada alimento que consume; lidiar con parejas desubicadas que te hacen incómodo violinista en sus arrumacos y peleas, o mirar 467 fotos diarias de perros o gatos tiernos. Al final de cuentas, todos tenemos la posibilidad de bloquear a los indeseables o de aceptarlos como son, finalmente por algo será que los invitamos (o aceptamos su invitación) a compartir con nosotros una esquinita en las redes. Lo que es más difícil de aceptar es, por otro lado, que una red creada para intercambiar opiniones se convierta en un espacio de violencia, agresión y difamación.

El problema con quienes utilizan las redes sociales para mentir, para insultar y para exhibir su rampante racismo no es, obviamente, un problema de las redes: es un problema de la gente. O, más exactamente, es un problema con la educación y la conciencia de la gente que utiliza las redes. El problema no está en el mensajero, sino en el mensaje, y en particular en las personas que lo emiten. Por tanto, la solución no está en controlar las redes, sino en incidir en las personas que las usan. Parece sencillo, pero no lo es.

Nuestro país lleva siglos sin encontrarse a sí mismo. Nuestra sociedad lleva siglos chapaleando en sus desencuentros. Llevamos una década intentando transformar nuestros modelos de poder y de relacionamiento: hemos reescrito una Constitución, hemos redactado leyes contra el racismo, contra la violencia, contra el machismo; hemos creado instituciones y normas; hemos logrado (también) abrir espacios y cimentar derechos, pero todo empalidece cuando descubrimos que ante cualquier desavenencia somos capaces de agredirnos en los teclados y en la calle, somos capaces de amenazarnos, de bloquearnos, de incendiar edificios, somos capaces de matarnos.

Lo que sucede en las redes es solo una versión digital de lo que sucede en nuestras casas. La violencia con que nos comunicamos es solo un reflejo de la violencia con la que nos relacionamos con nuestras parejas y criamos a nuestras guaguas. El racismo en las redes es solo una versión más desembozada de la forma en que tratamos y nos tratan en las escuelas, los cuarteles y las oficinas. ¿Cómo controlar el racismo en las redes si llevamos siglos sin poder controlarlo en las ciudades?

Para controlar el racismo podemos transformar la legislación, la economía y las relaciones sociales, pero no habremos incidido realmente si no transformamos el corazón y el alma de las personas. Y el corazón y el alma se transforman con cultura, justamente el ámbito que más se ha descuidado en el país, no solo en la última década, sino durante toda su historia.

Para controlar el racismo necesitamos conocernos, entendernos y valorarnos unos a otros. Y eso solo se logra al leernos en libros, entendernos en el cine y reconocernos en los tejidos, las máscaras, los escenarios o tantas otras formas hermosas que tenemos para expresar quiénes somos.