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Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 18:57 PM

Los imprescindibles

Existen circunstancias extraordinarias que requieren de personas de las que no se puede prescindir

/ 2 de marzo de 2016 / 06:21

La historia de los pueblos no es una sucesión natural de hechos irreversibles y determinados, es la suma de las condiciones materiales que son construidas fundamentalmente por las mayorías, pero también talladas por algunos individuos capaces de leer esas condiciones y encarnar sus aspiraciones. Sin lugar a dudas, los pueblos son los que conquistan derechos y transforman la realidad. Son ellos los protagonistas que intermitentemente salen en escena y reclaman lo que es suyo.

En la magnitud del océano, una gota puede aparecer perdida e invisible. Sin embargo, hay gotas que encumbran gigantescas olas que trastocan la geografía para siempre. Ese océano es el tiempo y la vida, esa gota puede ser un hombre o una mujer que dirige el curso de la gran ola que es su pueblo.

Los acontecimientos, salvo los de la naturaleza, son producto de las acciones y omisiones de los seres humanos. En los momentos decisivos, no todos saben leer las aspiraciones y voluntades de los pueblos, no todos están dispuestos a arriesgar el bienestar personal en beneficio del interés común.

Nadie podrá negar que Gandhi fue imprescindible para organizar la gran Marcha de la Sal y desalojar de la India al imperio británico. No existe duda alguna de que Martin Luther King Jr. fue imprescindible cuando organizó y dirigió la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. No es posible entender la revolución cubana sin la imprescindible dirección de Fidel Castro. Nadie se atreverá a negar que el sacrificio de Nelson Mandela y la lucidez de su liderazgo fueron imprescindibles para derrocar al régimen del apartheid en Sudáfrica.

Existen circunstancias extraordinarias que requieren de personas de las que no se puede prescindir. Se puede prescindir de todos hasta que llega el momento en que se deben tomar las decisiones difíciles y trascendentes, entonces y solo entonces surgen los imprescindibles. Bolivia y nuestra historia no son la excepción.

¿Quién tuvo la capacidad de tejer el complejo entramado social de identidades e intereses de nuestra diversidad? ¿Quién tuvo la necesaria valentía de nacionalizar nuestros recursos naturales y las empresas usurpadas? ¿Quién lideró la difícil construcción de la Constitución Política del Estado tan vilipendiada entonces y ahora tan defendida? ¿Quién tuvo la firmeza para resguardar y mantener la integridad territorial de Bolivia cuando se preparaba su división? ¿Quién nos sacó del estigma de la pobreza y el narcotráfico en el mundo? ¿Quién desmontó el modelo neoliberal y edificó la economía más próspera de la región? ¿Quién esculpió la demanda de nuestra causa marítima hasta llevarla al más alto tribunal del planeta?

La mezquindad y el cálculo político harán imposible que muchos reconozcan la épica de la última década en Bolivia, los obstáculos sorteados y los desafíos vencidos. Sin embargo, el tiempo acomoda las cosas, esclarece confusiones y endereza lo torcido. En ese sentido, es y será muy difícil intentar tapar con un dedo el sol de cambios que atraviesa Bolivia. No existe ni existirá duda de que hay una persona imprescindible para entender el proceso de transformaciones revolucionarias que vivimos: Evo Morales Ayma.

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El golpe, Evo y la continuidad del proceso

La renuncia a la Presidencia fue un acto necesario, políticamente correcto. No existía alternativa viable.

/ 5 de marzo de 2023 / 07:33

DIBUJO LIBRE

Después del golpe de Estado de noviembre de 2019, desde distintos flancos se viene utilizando como arma arrojadiza las circunstancias tanto de la renuncia a la Presidencia como de la salida de Evo Morales del país. Se habla de “huida” o de haber renunciado a la consigna de “Patria o muerte” o de abandonar a la militancia en medio de la arremetida golpista. En estas líneas, intentaremos hacer un análisis histórico-político objetivo sobre las circunstancias de la renuncia y la salida, y las compararemos con otros hechos históricos similares.

Los sucesos de octubre y noviembre de 2019 estuvieron marcados por el quiebre de la institucionalidad estatal boliviana. Si, como señala Max Weber, el Estado es en esencia el administrador del ejercicio de la coerción, es decir, de la posibilidad del uso legal y legítimo de la fuerza, el éxito de un golpe de Estado depende de arrebatar el control de las Fuerzas Armadas y de la Policía a quienes gobiernen.

En el caso de 2019, se tenía a policías amotinados y a militares pidiendo la renuncia del Presidente constitucional. Si a eso se suma la movilización en varias ciudades, la presencia de grupos paramilitares, el arropamiento de ciertos medios de comunicación y la complicidad de la OEA, entonces, es posible explicar la contundencia del golpe.

¿Hubiese podido Evo Morales gobernar sin la Policía o las FFAA? ¿Tenía él alguna alternativa? ¿A qué costo? No contaba con la obediencia de las Fuerzas Armadas ni de la Policía, le quitaron el control sobre el avión presidencial, aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaban distintas regiones sin autorización del Capitán General de las FFAA, que era el Presidente. Se quemaba las casas y se perseguía a autoridades, militantes del MAS, alcaldes y alcaldesas, gobernadores y dirigentes sindicales. A este panorama se sumaba la posibilidad de que las organizaciones sociales se dirigiesen a la sede de gobierno para intentar retomar el control del centro del poder político; con seguridad, la respuesta de militares y policías hubiese provocado una masacre que la derecha, los medios y la OEA hubiesen responsabilizado al gobierno de Evo.

Entonces, la renuncia a la Presidencia fue un acto necesario y fue políticamente correcto. No existía alternativa viable. Pero, ¿qué de la salida del país?, ¿debió Evo entregarse a los golpistas que ya tenían una orden de aprehensión en su contra?, ¿debió inmolarse?, ¿qué era lo que convenía al movimiento popular boliviano?.

Una de las comparaciones más frecuentes es la que se realiza con la muerte del presidente Salvador Allende en la Casa de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973. Allende solía decir: “ Ellos creen que eliminando a un hombre, a un político, a un dirigente, el proceso social va a desaparecer. Ese es un error, podrá demorarse, podrá prolongarse, pero a la postre no podrán detenerlo”.

Nada puede reprocharse a Salvador Allende: símbolo de la dignidad y la consecuencia. Sin embargo, la historia demuestra una y otra vez que, por lo menos en América Latina, muchos procesos históricos quedaron truncos producto de la desaparición de ciertos líderes que encarnaron el sentir de un pueblo y dirigieron el curso de la historia.

Otro hubiese sido el destino de la Patria Grande de haber sobrevivido Bolívar a la enfermedad o Sucre a la bala asesina. ¿Cuánto retrasaron los procesos sociales las muertes de Belzu, Alfaro, Willka, Zapata, Villa, Sandino, Gaitán, Roldos o del propio Allende?

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Pienso que, por supuesto, otro hubiese sido el destino de Chile de haber sobrevivido Salvador Allende.

Después de su muerte, ese hermano país vive medio siglo de neoliberalismo, con una Constitución escrita por el dictador y un sector de la izquierda o del progresismo domesticado por los poderes del capital.

Asimismo, otro hecho histórico comparable es el asesinato del dirigente político colombiano Jorge Eliécer Gaitán. Su muerte, provocada hace más de 70 años, es una herida que aún no ha sido cerrada y la guerra que todavía sufre Colombia es una de sus consecuencias.

Cuando decimos “Patria o muerte”, no lo hacemos porque buscamos la muerte, no estamos enamorados de ella, estamos enamorados de la vida, de una vida que está dispuesta a quemarse por lo que creemos que es justo, una vida para entregarla a nuestra Patria, sin rehuir a los riesgos de esta entrega, sin descartar nunca que podemos morir en ese propósito.

El Che Guevara vino a Bolivia para luchar por la liberación del continente, estaba dispuesto a entregar la vida, pero no buscaba la muerte. Su asesinato fue una enorme pérdida para los revolucionarios del mundo. Del mismo modo, por el valor de su liderazgo, la CIA intentó asesinar a Fidel Castro en más de 600 ocasiones.

Durante el golpe de Estado contra el comandante Chávez, en abril de 2002, en una crucial llamada telefónica, Fidel le dijo a Chávez: “Pon las condiciones de un trato honorable y digno, y preserva la vida de los hombres que tienes, que son los hombres más leales. No los sacrifiques, ni te sacrifiques tú…¡no te inmoles!”. La sabiduría de Fidel comprendía que en ese momento la suerte de la Revolución Bolivariana estaba atada a la vida del Comandante Chávez.

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Fidel relata esas circunstancias que parecen describir la situación boliviana de noviembre de 2019: “Chávez tenía tres alternativas: atrincherarse en Miraflores y resistir hasta la muerte; salir del Palacio e intentar reunirse con el pueblo para desencadenar una resistencia nacional, con ínfimas posibilidades de éxito en aquellas circunstancias; o salir del país sin renunciar ni dimitir para reanudar la lucha con perspectivas reales y rápidas de éxito. Nosotros sugerimos la tercera”.

Evo salvó la vida producto de una decisión política correcta y gracias a la movilización social en el trópico cochabambino y la enorme solidaridad mexicana, argentina, venezolana y cubana. Así las cosas, vale la pena hacerse las siguientes preguntas: ¿se hubiese garantizado la unidad del movimiento popular sin la conducción de Evo desde el exilio?, ¿acaso hemos olvidado las imágenes de algunos dirigentes sociales muy abrazados de los ministros del gobierno de facto?, ¿hubiésemos consolidado el mismo binomio de haber muerto Evo? y, ¿habríamos ganado las elecciones sin Evo como organizador, articulador y jefe de esa campaña electoral?

En medio de los ataques contra Evo, una cosa es clara: su liderazgo es un obstáculo para quienes buscan la destrucción del MAS-IPSP, la división del movimiento popular, la defensa de intereses mezquinos y la restauración del orden neoliberal.

(*)Sacha Llorenti S. es abogado, exministro de Evo Morales

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Ana Colque y el FMI

De las muertes en febrero de 2003 existe un responsable directo del que debería hablarse mucho más: el Fondo Monetario Internacional.

FMI

/ 12 de febrero de 2023 / 08:02

El punto sobre la i

Ana Colque era enfermera y, en el nublado día del 13 de febrero de 2003, se presentó como voluntaria para asistir a las decenas de heridos y muertos que, desde el día anterior, anegaban la ciudad de La Paz. Tenía 24 años de edad y un hijo, Luis, de casi dos años, que dejó bajo el cuidado de su abuela.

La ambulancia en la que ella estaba, junto a la doctora Carla Espinoza, fue enviada al centro de la ciudad, a un edificio muy cerca de la Iglesia de San Francisco. Respondían a una llamada de auxilio hecha por el portero porque Ronald Collanqui, un albañil de 25 años, había sido alcanzado por un disparo mientras recogía su material de trabajo en el techo del edificio.

Ana y Carla llegaron al lugar vistiendo sus distintivos médicos y portando banderas blancas con cruces rojas en medio de ellas. Era imposible que no se las distinguiese como personal de salud. Como fue demostrado por filmaciones, a pocas cuadras, en la esquina entre las calles Comercio y Genaro Sanjinés, un grupo de francotiradores de las Fuerzas Armadas disparó primero a Ronald, luego cuando Ana y Carla se acercaron para intentar prestar primeros auxilios, Carla recibió un disparo en el rostro y Ana, uno en el pecho. Carla salvó la vida de milagro, Ronald murió desangrado y Ana también cayó asesinada.

Pero el dedo que jaló del gatillo, que disparó la bala, que hirió y que mató no solo correspondía a esos francotiradores. El Gobierno presidido por Gonzalo Sánchez de Lozada y su gabinete ministerial son también culpables. Sin embargo, existe un responsable directo del que debería hablarse mucho más: el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Si uno hace una revisión de la prensa de la década de los noventa, verá que Bolivia estuvo en el escaparate del FMI y del Banco Mundial, como país modelo en la aplicación de las políticas denominadas como de ajuste estructural. Se privatizaron los recursos naturales y las más importantes empresas del país. Se prometió que generarían cientos de miles de empleos, que Bolivia sería parte de la globalización, que por fin saldría de la pobreza gracias a la sacrosanta inversión extranjera.

En 2003, después de 15 años de aplicación del modelo neoliberal, las condiciones económicas y sociales se deterioraron de tal modo que la pobreza superó 60%, el desempleo se cuadruplicó en los diez años previos, llegando a 14%.

Asimismo, las cifras macroeconómicas también mostraban la inviabilidad de ese modelo. El déficit fiscal subió de 3 a más de 8%. Por esas razones, el presupuesto del Estado no se destinaba a inversiones dedicadas a satisfacer las necesidades básicas de la población, sino a cubrir el gasto corriente y el pago de la deuda externa.

Bolivia repetía la conocida maldición de ser un mendigo sentado en una silla de oro. El gas estaba en manos extranjeras y la política financiera del Estado en manos del FMI. El Fondo es una institución financiera internacional que, a diferencia de la Asamblea General de la ONU que adopta resoluciones bajo la fórmula de un país un voto, es controlada por un puñado de países. Sus decisiones están destinadas a preservar la hegemonía del capital global, controlado también por un puñado de corporaciones trasnacionales.

En 2003, el Fondo impuso a Bolivia la condición de que el déficit fuera reducido hasta un 5,5 %. Sin un ápice de dignidad soberana, el Gobierno aceptó esas condiciones. Entonces, la pregunta era: ¿De dónde se conseguiría el dinero para reducir el déficit fiscal?

El Gobierno no se planteó que las empresas que explotaban los hidrocarburos en nuestro país incrementaran su contribución impositiva. Eran intocables, controlaban las decisiones del Gobierno y los medios de comunicación.

Así, el domingo, 9 de febrero, en un mensaje televisado, Sánchez de Lozada anunció el envío de dos proyectos de ley al Congreso: uno sobre el Presupuesto General y otro de modificaciones a la Ley tributaria.

En resumen, decidieron imponer un nuevo impuesto al salario de varios sectores de trabajadores. Es decir, hacer caer el peso de la crisis en los más vulnerables, asestando un nuevo golpe a sus precarias condiciones de vida.

El denominado impuestazo fue rechazado inmediatamente por todas las organizaciones sociales. El entonces diputado Evo Morales hizo un llamado a protestar en contra de esta medida. También la Central Obrera Boliviana condenó la medida y convocó a movilizaciones. El 11 de febrero se anunció un motín policial, rechazando la medida del Gobierno y replegando a sus efectivos de sus servicios habituales.

El 12 de febrero, el centro del poder político boliviano, la plaza Murillo, flanqueada por el Palacio de Gobierno, el Congreso Nacional y la Catedral Metropolitana, se convertiría en el escenario de un enfrentamiento armado entre miembros de dos instituciones: las Fuerzas Armadas y la Policía Boliviana.

Esa mañana, ante la ausencia de resguardo policial, estudiantes de los colegios Ayacucho y San Felipe de Austria protestaron lanzando objetos a los vidrios y la fachada del Palacio Quemado. Más tarde, la plaza fue militarizada, por un lado, y, por otro, se convirtió en el punto de concentración de efectivos de varias unidades policiales amotinadas.

En esas circunstancias, en representación de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, llegamos para intentar mediar. Nos reunimos primero con tres ministros y, luego, con los policías amotinados. Se acordó una mesa de diálogo, pero cuando acompañábamos a una comisión de policías para dirigirnos al palacio, poco antes de cruzar el umbral del garaje del recinto policial, fuimos recibidos por una ráfaga de ametralladora. Uno de los policías recibió un disparo en la cabeza y, poco después, otro cayó inerte.

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El Gobierno no tenía intención de dialogar, sino de aplacar por la fuerza las crecientes movilizaciones. Ese día, murieron 10 policías, 4 civiles y 4 militares. Las manifestaciones y protestas continuaron y varias instituciones del Estado y las sedes de los partidos políticos neoliberales fueron atacadas. El Gobierno y los policías amotinados firmaron un acuerdo al amanecer del 13. Ese día se desplegaron unidades militares para reprimir la protesta y 16 personas fueron asesinadas.

Los sucesos de febrero de 2003 fueron un eslabón en la profunda crisis estatal que Bolivia sufría. Esa crisis ya se manifestaba claramente en la denominada Guerra del Agua de 2000, los levantamientos aymaras del mismo año. Todas como antecedentes de los sucesos de octubre de 2003 y el ocaso del modelo neoliberal.

Los nombres Ana Colque, Ronald Collanqui y Carla Espinoza deben resonar en los salones en el que se toman decisiones como las que se tomaron contra Bolivia. Este no es solo un episodio de la historia de Bolivia que no debe olvidarse, debe ser una lección para los pueblos del mundo, en particular, sobre el rol del Fondo Monetario Internacional y su impacto en la grave crisis de deuda que acecha a varios países del sur.

(*)Sacha Llorenti es abogado.

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