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La parábola de los intelectuales

Las revoluciones suelen atravesar cursos parecidos. A menudo van de la euforia a la debacle, pasando por etapas intermedias de entusiasmo, convicción, aciertos, yerros, desazón y acorralamiento; entre otras. Y en ese devenir, el papel de los intelectuales se manifiesta en comportamientos recurrentes.

Algunos de ellos, ni bien consolidada la insurgencia, se replegarán a sus cuarteles de invierno haciendo fe en el mal agüero. Descalificarán a priori todo emprendimiento gubernamental. Tirarán piedras a mansalva. No concederán crédito o valor ni siquiera a los cambios que los favorecen. Y no serán dignos de admitir la virtud en el otro, ese por quien profesaron desde siempre un desprecio arraigado en el odio. Y así, aguardarán su oportunidad como jinetes en el día del apocalipsis.    

Algunos otros, al contrario, sí se adherirán a la emergencia social reivindicativa. Subirán a la causa revolucionaria. Se autoproclamarán profetas de la victoria mientras se rasgan las vestiduras contra el pasado prerrevolucionario con apasionamiento de tribuna. Sentirán cumplidos sus presagios y videncias, atribuyéndose el mérito de las luchas populares. Habrá llegado el Mesías.   

Entre ellos estarán los primeros y los últimos disidentes. Ya sea por despecho, cuando no sean tomados en cuenta, o no encuentren espacios, o sean desterrados del paraíso. Ya sea por radicalismo, el de quienes considerarán que esta revolución no es revolución suficiente para ellos, y por tanto habrá que combatirla. Ya sea por cálculo, el de quienes se pondrán a buen recaudo cuando asome la tormenta y tendrían que fajarse. Todos coincidirán alquilando sitio en el palco del emperador en el circo romano y celebrarán enardecidos el espectáculo de los leones devorándose la carne de la causa. Porque al César, desde luego, le servirán las hurras, los aplausos y las arengas de unos y de otros por igual, mientras estimulen la voracidad de los felinos (mediáticos).

Otros intelectuales —es de justicia decirlo— permanecerán en la trinchera por convicción, lucidez y humildad. Aquéllos por cuyo cuerpo habrá pasado la historia, dejándoles marcada la huella de otros arrebatos que acabaron crucificando redentores, y aprendieron la lección. Aquellos que no extraviarán su libreto en la perspectiva amplia del proceso. Aquellos que no callarán la evidencia de plagas esparcidas en los cultivos y en algunas manos de los cultivadores. Para éstos, la revolución no será un tren que se toma en una estación, y del que se baja en la siguiente. Será el ideal irrenunciable de soberanía y la idea portentosa de ser por los demás; principios que, por cierto, trascenderán coyunturas. Ellos, que hicieron revolución antes de la revolución, terminarán igual lanzados a la arena donde su integridad moral y consecuencia serán vengadas ante la complacencia de una gradería atestada de impiadosos y de necios.

Entonces se emplazarán los desafíos: comprender la circunstancia en perspectiva histórica, dar respuestas justas y oportunas a los acontecimientos en curso, tomar conciencia del impacto individual en el colectivo social, asumir responsabilidad con el legado ancestral y la ilusión naciente. Solo entonces se habrá roto de una vez y para siempre la perpetuación circular de la derrota. Pero a este punto de mi escritura, lo confieso, siento ganas de llorar. Y esto sí, no es una metáfora.